Las libertades individuales y la muerte del efectivo

Esto es el colmo: en un bar de Estocolmo, no puede uno tomarse una cerveza si no tiene tarjeta de crédito. El local no acepta efectivo. Los países nórdicos son los más avanzados —si es que a eso se le puede llamar avance— en una eventual desaparición de billetes y monedas para migrar a un mundo de pagos digitales.

Un académico de la estatura de Kenneth Rogoff, profesor en Harvard y ex economista en jefe del Fondo Monetario Internacional, presenta dos argumentos a favor de la casi total eliminación del dinero físico en su reciente libro The Curse of Cash (“La Maldición del Efectivo”). Primero, el dinero físico, especialmente los billetes de alta denominación, como el de 100 dólares o el de 500 euros, facilita las actividades ilícitas, como el crimen organizado y la evasión de impuestos. Segundo, el dinero en efectivo, como alternativa a una cuenta corriente, dificulta la conducción de la política monetaria en tiempos de crisis, cuando lo que se necesitaría es que los bancos centrales instauren tasas de interés negativas para estimular la economía.

Ninguno de estos argumentos nos parece suficientemente convincente como para renunciar a la principal ventaja del efectivo: el anonimato de las transacciones, que es una manera de proteger nuestras libertades individuales.

Comencemos por el segundo. Desde el estallido de la crisis financiera internacional, hace ya una década, los principales bancos centrales del mundo comenzaron a bajar las tasas de interés, primero para mantener el sistema de pagos andando y luego para estimular la economía. Pero de tanto bajarlas, llegaron a lo que ahora se conoce como la “cota inferior cero” (zero lower bound). ¿Qué hace un pobre banquero central cuando ya no puede bajar más la tasa de interés? Pues la sigue bajando. Algunos países, la mayoría europeos, tienen tasas de interés negativas para incentivar a sus bancos a que no se queden con la plata guardada en la bóveda, sino que la presten a sus clientes.

Pagar tasas de interés negativas es técnicamente posible, pero la gente naturalmente tiende en ese caso a sacar sus depósitos del banco. Por lo tanto, no hay mucho que prestar. El estímulo monetario pierde efectividad. Pero si elimináramos los billetes y monedas, ¡bingo!: la gente no tendría opción. La política monetaria volvería a ser un arma poderosa. Poderosa para estimular la economía y poderosa también para expropiar a los ahorristas. O sea, un peligro público.

El argumento del combate al crimen tampoco es abrumador. Muchas actividades ilícitas se pagan con dinero en efectivo, es verdad. Pero nadie va con un maletín lleno de billetes a un banco de Andorra para depositar una coima. Una conferencia se puede pagar con una transferencia interbancaria.

La transparencia, por otro lado, ese fetiche del mundo moderno, puede convertirse en la fuente de otras actividades ilícitas —extorsión, secuestro, persecución política— en las manos equivocadas. Y, con seguridad, las manos equivocadas tratarán de hacerse un lugar cerca de ella.

Pero no tenemos que llegar ahí para que nuestra privacidad se vea amenazada. ¿Qué derecho tiene la sociedad a mantener un registro pormenorizado de lo que hacemos con nuestra plata o, dicho de otra manera, de lo que hacemos con nuestra vida? El hecho de que uno no tenga nada que ocultar no significa que tenga que exhibirlo todo.

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