¿Por qué importa la libertad económica?

Por Dr. Kim Holmes y Dr. Matthew Spalding

Los Fundadores de América sabían que la libertad es algo más que solamente garantizar las libertades políticas. La verdadera libertad requiere libertad económica – la capacidad de beneficiarnos de nuestras propias ideas y trabajo, de trabajar, producir, consumir, poseer, negociar, e invertir según nuestras propias preferencias.

Thomas Jefferson subrayó ese punto cuando señaló que “Un gobierno sabio y frugal, que impida que los hombres se hagan daño mutuamente, los dejará ser libres para regular sus propios objetivos de trabajo y mejora”.

Esta creencia en la libertad política y económica ha tenido verdaderas consecuencias. Los americanos han cultivado, acumulado y compartido a través de su sociedad la mayor provisión de riqueza personal y nacional de la historia. Por increíble que parezca, George Washington lo predijo cuando señaló que un pueblo, “dueño de espíritu comercial que ve y va en busca de su provecho puede lograr casi cualquier cosa”.

¿Por qué debería importar hoy la libertad económica a los americanos?

Los Fundadores de Estados Unidos siempre tuvieron un preclaro sentido de la importancia de la libertad económica y de la medida en que está entrelazada con la libertad política. La Revolución Americana comenzó como una rebelión fiscal: “No a los impuestos sin representación”; fue una rebelión contra políticas económicas sobre las cuales no tenían ni voz ni voto. Ese fue el punto de ruptura, la reacción a una larga lista de agravios sin contestar contra un gobierno distante que abusaba repetidamente de sus derechos.

A la luz de esta “larga cadena de abusos y usurpaciones”, la Declaración de Independencia hizo valer la libertad de Estados Unidos apelando a los derechos fundamentales del hombre a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Y la búsqueda de la felicidad que los Fundadores entendían requiere la protección de la propiedad porque el derecho a disfrutar del fruto del propio trabajo es un principio fundamental de la libertad.

“Es evidente que el derecho de adquirir y poseer bienes materiales, y tenerlos protegidos, es uno de los derechos naturales e inherentes del hombre,” escribió en 1795 el juez de la Corte Suprema William Paterson. “Ningún hombre se convertiría en miembro de una comunidad en la que no pueda disfrutar del fruto de su honesto trabajo y diligencia” [1].

El derecho a la propiedad protege otras libertades. Las congregaciones poseen iglesias donde se practica la libertad religiosa. Los periódicos poseen imprentas que facilitan la libertad de prensa. La propiedad de la vivienda contribuye al bienestar y a la seguridad financiera de las familias. La propiedad comercial produce bienes y servicios para negociar en un mercado libre, así como la propiedad intelectual protege las ideas y la innovación. El derecho a la propiedad garantiza los medios para vivir en libertad y practicar el autogobierno.

Al diseñar un marco de gobierno para nuestra nación, los Fundadores sabían lo que no querían. Rechazaron los sistemas aristocráticos europeos que favorecían a los ricos establecidos y también a un gobierno todopoderoso que gravaría y redistribuiría la riqueza según intereses políticos arbitrarios. Ninguno de estos modelos aseguraban la libertad individual; ambos sometían al pueblo a los caprichos de otros.

Sin embargo ellos sabían que un gobierno muy reducido también era causa de problemas. Los Artículos de la Confederación no sólo fallaron en cubrir los medios para proteger los derechos y la seguridad del pueblo de la naciente unión sino que tampoco le dieron al Congreso ninguna autoridad para regular el comercio – para convertir el comercio en algo “normal” con el fin de garantizar que los americanos tuviesen acceso a lo que no podían producir por sí mismos. Los estados habían impuesto tarifas contrapuestas que restringían el flujo de mercancías entre ellos mientras que intentaban atraer comercio exterior a sus propios puertos.

Según la Constitución, dos de las funciones más importantes del gobierno federal tienen que ver con la seguridad de la nación (“proveer la defensa común») y la economía nacional (el poder de regular el comercio interestatal, poner impuestos y establecer la divisa nacional). La Constitución no solo limita el alcance del gobierno federal en la vida cotidiana de los americanos, sino que también derogó las restricciones sobre el comercio entre los estados [2] creando la primera zona de libre comercio del mundo moderno. A medida que la joven nación extendía sus fronteras a través del continente y su población crecía, esta libertad para comerciar dio rienda suelta a la especialización y el intercambio, propulsando el crecimiento económico y la prosperidad [3].

La historia continúa demostrando la sabiduría de los Fundadores por creer en la unidad de la libertad política y económica. Alexander Hamilton sostenía que: “La verdadera libertad, al proteger los esfuerzos del talento y la diligencia, tiende con más fuerza que ninguna otra causa a aumentar el grueso de la riqueza nacional” [4]. Al empoderar a las personas para perseguir sus propios fines en un mercado en el que los bienes y servicios se negocian a precios justos y al hacer respetar los derechos de propiedad y los contratos, también se está contribuyendo al beneficio económico de otros. A día de hoy, Estados Unidos mantiene un orden social dinámico en el cual los individuos son libres para subir –y para caer de— la escalera del éxito.

Como nación soberana, la responsabilidad de asegurar que los americanos puedan comercializar el fruto de su trabajo en el exterior recae en el gobierno federal. Los Fundadores estaban profundamente ofendidos con el rey de Inglaterra “por cortar nuestro comercio con todo el mundo” [5]. El comercio era algo fundamental para su estilo de vida y como Benjamin Franklin escribió en Principios del Comercio en 1774: “Ninguna nación se arruinó nunca por el comercio”.

Entonces como ahora, algunos han querido ver que el gobierno imponga regulaciones, tarifas, impuestos y que intervenga de otras maneras para proteger y favorecer ciertas actividades así como para minimizar el riesgo económico. Eso pudo haber tenido sentido en los orígenes de la nación. No obstante, afortunadamente siempre ha habido voces más firmes que sabían que tales políticas acabarían estrangulando la creatividad, la productividad, la competencia y el acceso a los mercados que el pueblo necesita para crecer y prosperar y que las economías necesitan para expandirse y seguir siendo fuertes.

El desafío para los líderes de Estados Unidos ha sido siempre conseguir que el gobierno no se vuelva ni demasiado agobiante ni que esté demasiado involucrado en los mercados económicos. Es por eso que en toda nuestra historia, la mayoría de los líderes americanos han estado de acuerdo con los Fundadores en que el mayor beneficio para cada uno se deriva del libre mercado y del libre comercio para todos.

Andrew Jackson resolvió conflictos comerciales con Francia, Dinamarca, Portugal y España a favor de Estados Unidos. Él firmó un acuerdo comercial con Gran Bretaña, el cual abrió de nuevo el comercio con las Indias Occidentales Británicas, y el primer acuerdo comercial con una nación asiática, el reino de Siam. También firmó acuerdos comerciales con Rusia, España y Turquía. Bajo la dirección de Jackson, los americanos vieron un crecimiento del 75% en exportaciones y 250% de crecimiento en importaciones.

La tradición del libre comercio fue continuada por presidentes como James Polk, que redujo los aranceles, y Ronald Reagan, que propuso una zona de libre comercio norteamericana y firmó un acuerdo de libre comercio con Canadá. Su visión se convirtió en realidad cuando Bill Clinton firmó el Tratado de Libre Comercio de Amércia del Norte (NAFTA/TLCAN) en 1993, creando así la zona de libre comercio más grande del mundo y aumentando el comercio en el hemisferio de $297,000 millones en1993 a casi $1billón en 2007.

Lo que estos presidentes entendieron es que la libertad económica importa. Los aranceles hacen que los costos de las importaciones sean más altos y tienen un efecto desmotivador sobre la competencia que de otra manera ayudarían a bajar los precios. Pero esto significa mucho más que abrir el comercio reduciendo aranceles, como documenta anualmente el Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage y el Wall Street Journal. Si las políticas económicas hacen que los precios suban, el valor del dólar en nuestros bolsillos disminuye, y con él, nuestra capacidad de comprar y hacer lo que queremos; deprecia nuestro trabajo. Si el gobierno impone costos adicionales sobre consumidores y negocios mediante impuestos más altos, tasas y regulaciones, o restringe el uso justo de nuestra propiedad, la libertad económica decae.

La pérdida de libertad económica golpea con fuerza especialmente a los pobres. Durante la última década, los países que aumentaron la libertad económica vieron que la caída de los niveles de pobreza casi se duplicaron comparada con los países que perdieron libertad. Las personas en los países con más libertad económica no solo eran más felices sino también más prósperas. La correlación entre la libertad económica y la prosperidad es asombrosamente alta, con una mayor libertad traduciéndose en una mayor renta per cápita [6].

Como Thomas Jefferson escribiera a John Adams en 1785, “todo el mundo se beneficiaría dejando el comercio en perfecta libertad” [7].

La libertad económica –libre mercado en lo doméstico y libre comercio en el mundo— es esencial para la libertad humana. Sin ella, la gente no es capaz de mejorar las condiciones en las que ellos y sus descendientes vivirán. Peor aún, son vulnerables a la opresión, especialmente la del Estado. Basta con recordar el número de víctimas de la esclavitud y del comunismo soviético para entender lo que Friedrich Hayek quería decir cuando señaló que “estar sometido a control en nuestra actividad económica significa estar siempre controlado” y que si todas las decisiones económicas tienen que someterse tambien a la aprobación del gobierno, entonces “en realidad estamos intervenidos en todo” [8]. Ultimadamente, la libertad es total y universal: El mundo no será libre políticamente si no es libre económicamente.

La apertura de Estados Unidos a comerciar ha sido siempre lo que ha impulsado su expansión económica. Durante los últimos 50 años, Estados Unidos ha sido líder extendiendo el libre comercio por todo el mundo. Mayormente hemos seguido el consejo de George Washington de “sostener un trato igual e imparcial …difundiendo y diversificando por medios apacibles el flujo del comercio” [9]. Sin embargo, en la actualidad, a medida que más naciones han decidido seguir esta tónica, los líderes políticos en Estados Unidos han elegido intervenir más directamente en la economía e imponer pesadas regulaciones que dejan a las empresas americanas en desventaja competitiva.

Si el compromiso de Estados Unidos con la libertad económica —no solamente con su política de acción sino con su liderazgo en el mundo— continúa decayendo, entonces está descuidando sus intereses nacionales y traicionando sus principios básicos. Al hacerlo, también pone en peligro la seguridad, la prosperidad y la libertad, no solo de Estados Unidos sino también las de gran parte del mundo.

Este artículo pertenece a la serie Entendiendo qué es América.

 

Referencias

[1] William Paterson, Vanhorne’s Leesee v. Dorrance, 1795.

[2] Constitución de Estados Unidos, Artículo I, Sección 8, Cláusula 1 y Artículo I, Sección 9, Cláusula 5.

[3] Para una explicación clásica de los beneficios de la especialización y del comercio, véase el Libro 1, Capítulo 3 de “Una investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones” por Adam Smith.

[4] Alexander Hamilton, “Defense of the Funding System,” julio de 1795, en Papers of Alexander Hamilton, editado por Harold C. Syrett (Nueva York: Columbia University Press, 1961–1979), Vol. 19, p. 32.

[5] Declaración de Independencia.

6] Terry Miller y Kim R. Holmes, The Index of Economic Freedom (Washington, D.C.: Fundación Heritage y Dow Jones & Company, Inc., 2011), en https://www.heritage.org/index.

[7] Jefferson a Adams, 7 de julio de 1785, en The Writings of Thomas Jefferson, editado por Andrew Adgate Lipscomb y Albert Ellery Bergh (Washington, D.C.: Thomas Jefferson Memorial Association, 1903-4), Vol. 5, p. 48.

[8] F. A. Hayek, “Camino de Servidumbre: Textos y Documentos” (Madrid: Alianza Editorial, 5ª reimpresión, 2007), p. 125-126.

[9] George Washington, “Discurso de Despedida”, 19 de septiembre de 1796.