11 de septiembre: El yihadismo y nosotros

Para una gran mayoría, la yihad islámica contra Occidente comenzó el 11 de septiembre de 2011 con los impactantes y dramáticosataques de al-Qaeda en Nueva York y Washington DC. Hasta aquel día, pocos sabían de la existencia de Osama bin Laden, ni de sus planes para acabar con la presencia americana en el mundo árabe, imponer un auténtico sistema de vida islámico en el mundo musulmán y, finalmente, doblegar a todos los infieles.

Quienes habían concedido algo de atención a sus fetuas y a la declaración de guerra contra Estados Unidos en 1996 no se lo tomaron lo suficientemente en serio. Y los responsables políticos ignoraron las alarmantes señales de que algo se estaba cociendo, como dejaban claro sus atentados en Kenia y Tanzania contra las embajadas americanas en esos países (1998), el intento de ataque en el aeropuerto de Los Ángeles (1999) o la barca bomba contra el USS Cole, en el puerto de Adén, Yemen (2000).

El informe final de la Comisión del Congreso que estudió los atentados del 11 de septiembre acabó achacando el fallo en la prevención de aquellos ataques a la «falta de imaginación» de las fuerzas de inteligencia, policiales y contraterroristas estadounidenses, que no habrían sabido unir los puntos para tener claro el nivel y el alcance de la amenaza que representaba operacionalmente la al-Qaeda de Bin Laden. Hoy, sin embargo, todos creemos ser expertos en al-Qaeda y la yihad. Pero ¿es esto verdad?

En estos momentos estoy en el piso 101 de la llamada Torre de la Libertad, oficialmente el One World Trade Center, que malamente ha sustituido en el skyline neoyorquino a las simbólicas y espectaculares Torres Gemelas. La única diferencia para acceder al observatorio, comparado con el Top of the World de la destruida Torre Sur,es un arco de seguridad y un puñado de agentes. Pero mientras admiro unas vistas inmejorables, sin obstrucciones en sus 360 grados, no puedo dejar de hacerme la misma pregunta:¿Estamos más seguros 15 años después del 11 de septiembre?

Desgraciadamente, no es una pregunta fácil de responder. Por un lado, las naciones occidentales hemos gastado miles de millones de dólares y euros en mejorar los sistemas de defensa antiterrorista. Nada más ejemplar que comparar lo sencillo que era tomar un avión en los años 80 y 90 comparado con la pesadilla que es hoy, entre escáneres, registros, restricciones y largas colas. Y a pesar de que hay quien cree que muchos de esos millones se han gastado en sistemas y burocracias que para nada han mejorado la seguridad, como argumenta Steven Brill en su artículo «Is America Any Safer?» en el número de este mes de la revista The Atlantic, el hecho de que las fuerzas contraterroristas hayan sido capaces de prevenir un número importante de atentados en estos años me hace pensar que, en el terreno de la detección y prevención, hemos mejorado. Los servicios de inteligencia han aumentado su personal dedicado al islamismo, se han creado centros de fusión de información en todas las policías, se han especializado unidades, se han introducido nuevos procedimientos de protección en los transportes públicos, los militares han podido aprender en directo qué tácticas emplear para luchar contra un movimiento insurgente islamista y sus grupos terroristas.

Pero en estrategia, como en ajedrez, tan importante es lo que hace uno como lo que hace el contrario. ¿Quién ha sabido mejorar más en estos 15 años: Nosotros o los yihadistas? Bruce Riedel, un exfuncionario de la Casa Blanca con Bush y Obama es tajante al respecto: «Hemos mejorado nuestras defensas de tal forma que aquí, en Estados Unidos, probablemente estemos ahora más seguros que hace una década, pero fuera de nuestras fronteras el enemigo terrorista es hoy más numeroso, más bárbaro y más peligroso que nunca», afirma en la cafetería del prestigioso think-tank americano en el que ahora colabora, la Institución Brookings.

«Geronimo E-KIA«: una escueta descripción en tiempo real –como se suele decir ahora–, pronunciada en el micrófono de un marine de las fuerzas especiales desde Abotabad, para que en una sala subterránea de la Casa Blanca supieran que Bin Laden había sido eliminado. El cerebro del 11 de septiembre estaba muerto. Diez años tardaron los americanos en dar con él. Tras la operación, un satisfecho presidente Obama aseguraba: «El mundo es hoy más seguro»; y prometía el final de al-Qaeda. Fred Lucas, periodista de la CNS, recogería en uno de sus informes de noviembre de 2012 las 32 ocasiones en las que el presidente americano anunció la derrota de al-Qaeda en esos meses.

Al-Qaeda y el Estado Islámico

La política contraterrorista de Obama de eliminar directamente o vía drones a los líderes de al-Qaeda parecía estar dando sus frutos y el sucesor de Bin Laden, Aymán al-Zawahiri, debía gastar más tiempo y esfuerzo en permanecer oculto que en dirigir a sus acólitos. La abrupta irrupción en la escena yihadista del Estado Islámico, su repudio a la autoridad de al-Zawahiri, su enfrentada estrategia de crear ya mismo el califato y, no menos importante, la cadena de victorias que le otorgaron el control territorial de media Siria y un cuarto de Irak generaron la visión de que al-Qaeda estaba definitivamente condenada. Si no vencida del todo por nosotros, ampliamente ridiculizada y derrotada por los yihadistas más radicales .

Y, sin embargo, en contra del mantra repetido por todos los expertos al uso, al-Qaeda sigue viva y continúa suponiendo una amenaza real para nuestros intereses y vidas. Lejos de rendirse ante el desánimo de muchos de sus fieles, al-Qaeda ha desarrollado una estrategia completamente distinta a la del Estado Islámico, más compasiva y menos brutal hacia los propios musulmanes, y sabido prosperar en zonas de caos como Libia y el Yemen, donde hoy es la principal fuerza. También ha mantenido a raya al Estado Islámico en la zona del Sahel. En Siria, el hasta hace nada denominado Frente al-Nusra, ahora Frente para la Liberación del Levante (Jabhat Fatah al-Sham), sigue siendo el grupo más capaz de la resistencia al régimen de Damasco.

Según explican dos buenos conocedores de grupos islamistas, Daveed Gartenstein-Ross y Nathaniel Barr, del Hudson Institute:

La mayoría de analistas han creído que el EI eclipsaría a al-Qaeda –o la habría eclipsado ya–, volviéndola irrelevante. Era comúnmente aceptado que, para sobrevivir, al-Qaeda tenía que replicar los ataques del EI y su modelo de ostentación y brutalidad. Sin embargo, al Qaeda desafió nuestro sentido común y persiguió un crecimiento encubierto, de perfil bajo.

En otras palabras, invisibilidad, que no desaparición. Las redes de al-Qaeda siguen funcionando, sus franquicias le tienen obediencia, no se ha creado enemigos entre sus donantes y apoyos y espera capitalizar la caída del EI, cuando ocurra. Al-Qaeda nunca se ha basado en una estrategia de éxitos consecutivos, sino de paciencia, dirección y concentración en su enemigo lejano. Y, a pesar de lo dicho y hecho por la administración Obama, ahí sigue.

A pesar de que Barack Hussein Obama lo definió como un «equipo júnior» en una entrevista concedida al New Yorker en enero de 2014, justo cuando acababa de tomar la ciudad iraquí de Faluya, el Estado Islámico es hoy visto por todos los responsables de la seguridad americana como una seria amenaza. Así lo aseguraba al menos el director de Inteligencia nacional, James Clapper, en su análisis anual ante el Congreso el pasado 9 de febrero:

El Estado Islámico de Irak y el Levante (ISIL) ha pasado a convertirse en la amenaza terrorista más importante debido a su autodenominado califato en Siria e Irak, sus ramificaciones en otros países y su creciente habilidad de para dirigir e inspirar ataques contra una amplia panoplia de objetivos en todo el mundo.

Sin embargo, así como desde mediados de 2014 a finales de 2015 el Estado Islámico parecía ser una fuerza imparable, ahora mismo la percepción ha vuelto a cambiar, fruto de las sucesivas derrotas que está sufriendo, especialmente en suelo iraquí. Y, sin embargo, Mosul, su capital en Irak, que debía haber sido liberada hace meses por el Ejército iraquí, sigue en sus manos. Raqa, en Siria, está lejos de ponerse en peligro. La paradoja de nuestras políticas de seguridad es que nos negamos en su día a aceptar el hecho del califato para defender a ultranza que el EI era pura y llanamente un grupo terrorista. Pero el grueso de la ofensiva militar contra el Estado Islámico es en realidad contra las estructuras territoriales del califato. Esto es, cuando el califato caiga, y en algún momento caerá –bien por la presión militar, bien por sus contradicciones internas–, el grupo terrorista seguirá bien vivo.

Con el Estado Islámico, como antes con al-Qaeda, nos hemos equivocado en la métrica de nuestra victoria y de su derrota. La Administración Obama se pavoneaba hace un año de infligir a los islamistas 5.000 bajas al mes. Pero esos islamistas se reponían con otros nuevos 5.000, llegados de más de 100 países de todos los rincones del mundo. Así, la estimación de sus fuerzas pasó de 10.000 militantes hasta cerca de 60.000, según pasaban las semanas. Hoy, es verdad, el flujo de yihadistas que llegan al territorio del EI ha decrecido. En parte por mayores controles en la frontera turco-siria, pero también porque sus propios dirigentes han realizado sucesivos llamamientos para que dejen de viajar a Siria y vayan a Libia o no salgan de Europa. Conviene recordar que, en un año, cerca de 7,000 europeos se unieron a las filas del grupo.

«Inundar» Occidente «de sangre» 

Oficiales de inteligencia temen que, a medida que aumenta la presión militar sobre el Califato, el EI vire a la táctica terrorista de atentados aquí y allá. Mientras escribo esto, tres carros bomba han sacudido la calles de Bagdad. Todos reivindicados por el Estado Islámico. En su último testimonio ante el Congreso americano, el enviado especial del presidente Obama, Brett McGurk, además de presentar una optimista visión de la campaña militar contra el EI, admitía:

Aunque nuestra estrategia está progresando, ISIL [como llaman los miembros de la administración Obama al EI] seguirá siendo una amenaza, como una organización de células terroristas y como banderín de enganche para individuos que buscan dar un sentido a sus vidas.

No creo que sea necesario ahondar más en esta cuestión referente a Europa, donde yihadistas afiliados a, o inspirados por, el Estado Islámico no han dejado de cometer atentados, con especial saña en Francia. De hecho, si no excluimos a los actualmente presentados oficialmente como «locos» y tenemos en cuenta todos los hechos violentos de carácter religioso llevados a cabo en Europa por yihadistas, desde la matanza en Charlie Hebdo del 7 de enero de 2015 hasta hoy se han sucedido 60 ataques, en 13 países, a manos de musulmanes, afiliados a grupos como el EI o simplemente espontáneos. Ciertamente, no todos con carros bomba, suicidas o kalashnikovs, pero conviene tener presente que en los atentados del 11 de septiembre, las armas fueron aviones civiles y en Niza, un camión de transporte. ¿Por qué un machete no va a ser un instrumento más de un terrorista islámico?

Según la información más completa sobre ataques islamistas, recopilada por la organización The Religion of Peace, en la segunda mitad de 2001 hubo en todo el mundo 176 ataques islamistas en 12 países, con 3,508 víctimas mortales (532 si ponemos a un lado las 2,976 del 11 de septiembre) y 1,561 heridos. En 2015, esto es, el año pasado, los ataques ascendieron a 2,862 y tuvieron lugar en 53 países, con un balance mortal de 25,594 muertos y 26,141 heridos. Pues bien, en lo que va de año ha habido 1,608 ataques islamistas en 54 países, con un balance de 14,244 muertos y 17,272 heridos. De continuar así, se superarán las cifras de 2015.

Ciertamente, la mayoría de los ataques tienen lugar dentro del mundo musulmán, y musulmanes son las víctimas, en esa peculiar guerra religiosa que libran los yihadistas contra otros yihadistas, contra quienes no les siguen y contra quienes consideran infieles. Pero las víctimas occidentales no han dejado de aumentar.

¿Qué quiere decir todo esto? Pues que, por un lado, nuestras sociedades se han mostrado bastante más fuertes y resistentes –o resilientes, si se sucumbe al argot al uso– de lo que cabría esperar. Parecería que, al menos en Europa, nos hemos acostumbrado a la atrocidad del mes, como si la barbarie yihadista fuera una fuerza bruta de la naturaleza. Dañina pero inevitable. Y aguantamos estoicamente, por ejemplo, que el aeropuerto de Bruselas, esa teórica capital de Europa, quede cerrado durante semanas después de un ataque terrorista. Por tanto, la seguridad del Estado no está en peligro. Por el contrario, la seguridad de las personas, de los individuos, no de la colectividad, sí ha sufrido un claro deterioro. Hoy hay más probabilidades de estar en el lugar equivocado a la hora equivocada que hace 15 años. Descartando que las organizaciones terroristas se hagan con armas de destrucción masiva, biológicas, radiológicas o nucleares, esta brecha entre la seguridad institucional y la seguridad individual no hará sino aumentar con el paso del tiempo. Por una simple razón: Es más fácil dar un cuchillazo que volar una central nuclear. La más reciente publicación del Estado Islámico, de esta misma semana, el primer número de la revista Rumiyah (cuya traducción sería «Roma», nombre algo más que significativo), hace un llamamiento a inundar de sangre las calles de Occidente, de Estados Unidos a Australia.

Poco nos ha durado la alegría de haber acabado con Adnani, lugarteniente del líder del EI, Abubaker al-Bagdadi, ideólogo, jefe de propaganda y responsable de las células del Estado Islámico en nuestro suelo. Y es que hay algo que debemos grabarnos bien en nuestras mentes: La yihad no empezó con Bin Laden en 2001, sino mucho antes. Hay quien habla de 1979, cuando Rusia invade Afganistán, Jomeini lleva a buen término su revolución islámica en Irán y tiene lugar el asalto a La Meca a manos de yihadistas. Y seguramente habrá que buscar mucho antes. Además, no va a finalizar con la eliminación del califato ni la derrota del Estado Islámico. No al menos mientras no queramos entender el cuadro global y que la oleada de «locos» musulmanes armados con cuchillos y hachas tiene menos que ver con disfuncionalidad cerebral y más con todo un sistema de creencias y doctrinas que emanan del islam y constituyen el islamismo. Ya no nos falla la imaginación, nos falla el sentido de realidad y el valor del sentido común para llamar a las cosas por su nombre. Incluso a nuestros enemigos.

 

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