Acusado de traidor a la Patria, pero Trump era inocente

Desde el mismo momento en que Hillary Clinton, la peor candidata desde Walter Mondale, vio que perdía unas elecciones que creía ganadas facilito, la maquinaria del fango se puso en marcha para lograr convencer a Estados Unidos de que Trump había ganado ilegítimamente. Se emplearon varias excusas que no acabaron de cuajar, de modo que se quedaron finalmente con que el millonario showman había colaborado con Rusia para robarle a Hillary su merecido triunfo. Las repetidas (y repugnantes) alabanzas que por aquel entonces dedicaba Trump a Putin sirvieron para darle una pátina de credibilidad. La excusa, un chiste que hizo el candidato en el que afirmó que le pediría al ruso las decenas de miles de correos electrónicos que Clinton borró de su servidor privado de correo, alojado en el baño de su casa, y que probablemente contenía información protegida que sólo debería haberse tratado en cuentas oficiales protegidas.

Para ello contaron con el apoyo de numerosos funcionarios y cargos públicos que, en el gobierno federal, son casi todos demócratas, como revelan los patrones de voto de Washington DC y las comarcas limítrofes donde residen. Usaron un dosier con revelaciones tan locas como la que decía que Trump pidió alojarse en un viaje a Moscú en la misma habitación de hotel donde había dormido antes el matrimonio Obama para que unas prostitutas rusas montaran un show de lluvia dorada. Para que los medios tuvieran una excusa para publicarlo pese a que nada de lo que contenía había podido ser contrastado, el entonces director del FBI, James Comey, informó a Trump de su existencia y luego filtró esa comunicación a los medios. Meses más tarde, ya con Trump investido como presidente, Comey le aseguró al presidente en privado que no existía ninguna investigación contra él por su supuesta relación con Rusia mientras se negaba a decir lo mismo en público, lo que provocó su destitución. Y esa destitución sirvió como acicate de un escándalo que llevó al nombramiento de Robert Mueller, amigo personal de Comey, como fiscal especial para investigar la interferencia rusa en las elecciones.

Desde entonces fue cada vez más claro que no había nada de nada. Mueller acusó a algunas personas de delitos anteriores que nada tenían que ver con Trump ni la campaña, a otras de delitos procesales, como mentir al FBI, y a unos cuantos rusos, a los que podía culpar de lo que quisiera porque sabía que nunca llegaría a juicio. Mueller no iba a acusar a nadie por colaborar con los rusos y que como mucho intentaría achacarle a Trump un delito de obstrucción a la Justicia por haber supuestamente intentado impedir la investigación sobre un delito que nunca existió. Cuando ha visto que ni eso podía, ha retrasado unas conclusiones devastadoras para los demócratas, de modo que durante las elecciones de noviembre el asunto siguiera todavía vivo.

Pero que la realidad estuviera clara desde hace mucho no ha impedido que los políticos demócratas, los periódicos y los informativos televisivos hayan estado durante estos dos últimos años dedicándose en cuerpo y alma a esta historia, dando naturalmente por sentado que Trump era culpable, porque no podía ser de otra manera, claro. Los medios se han dado Pulitzers y todo tipo de premios periodísticos por exclusivas e informaciones que frecuentemente se contradecían entre sí y que teóricamente aclaraban detalles insignificantes mientras ignoraban el escándalo principal: El FBI de Obama empleó un dosier sin verificar pagado por Hillary Clinton para poder espiar la campaña de Trump. No pedirán perdón. No se arrepentirán. No perderán su reputación, porque esencialmente depende de los demás periodistas, que son activistas del Partido Demócrata como ellos.

Estos dos años de incesante campaña han puesto a Trump en una posición aún mejor cada vez que desprecie a los medios y los llame «fake news». Porque tiene toda la razón. Lo único positivo que nos podría dejar todo este escándalo inventado por la izquierda política, burocrática y mediática es que se castigara a los responsables del verdadero Watergate: el uso de la capacidad legal de espionaje del FBI para investigar al candidato del partido rival. Pero no esperen que pase nada. Tampoco hace falta ser Woodward para saberlo.

 

© Libertad Digital

 

Otros artículos de Daniel Rodríguez Herrera