Bush 41 y la América de Rockwell

Con George H. W. Bush, presidente número 41 de los Estados Unidos de América, desaparece toda una época que él encarnó plenamente.

Su juventud podría encajar en uno de aquellos filmes del periodo dorado de Hollywood: un muchacho con liderazgo, implicado en el periódico de su escuela y destacado deportista (fue capitán de los equipos de béisbol y fútbol americano), la noticia del bombardeo japonés sobre Pearl Harbour ​provoca que se enrole y se convierta, con sólo 18 años, en el piloto más joven del Ejército. Participaría como tal en la batalla del Mar de Filipinas y en las islas Bonin; allí fue alcanzado por el fuego enemigo, pero fue capaz de cumplir su misión, bombardeando los objetivos planeados, para después alejarse mar adentro y lanzarse en paracaídas; finalmente fue rescatado por un submarino. George H. W. Bush fue el último combatiente en la Segunda Guerra Mundial en ocupar la Casa Blanca.

Tras la contienda, Bush contrae matrimonio con Bárbara Pierce –fallecida hace ocho meses y con la que tuvo seis hijos, el primero de ellos George W. Bush, que sería el 43 presidente norteamericano– e inicia sus estudios en Yale. Allí continúa su modélica trayectoria: fue presidente de la hermandad masculina Delta Kappa Epsilon, capitán del equipo de béisbol y miembro –al igual que lo había sido su padre– de la sociedad secreta Skull and Bones.

Tras su graduación, Bush se instala en Texas, donde, gracias a los contactos familiares, empieza a trabajar en el negocio petrolífero, fundando y dirigiendo una compañía con la que hizo la fortuna que le permitió, en 1966, dar el paso a la política.

Su primer intento para ser senador por Texas se saldó con una derrota (sí, en los 60 Texas aún era demócrata), pero consiguió entrar en el Congreso. Aunque apoyó a Goldwater y a Nixon, siempre fue un moderado dispuesto a sumarse a consensos con los demócratas: votó a favor de la ley de los derechos civiles de 1968, y también de la abolición del servicio militar obligatorio. Derrotado de nuevo en la carrera hacia el Senado en 1970, Nixon le nombra embajador ante Naciones Unidas. Fue también presidente del Comité Nacional Republicano en los difíciles momentos del Watergate y director de la CIA en momentos también difíciles, por el descubrimiento de numerosas actuaciones ilícitas de la compañía.

Su experiencia diplomática y en la Administración no fueron suficientes para que derrotara en las primarias republicanas de 1980 a un antiguo actor metido en política llamado Ronald Reagan. Finalmente aceptó ser su vicepresidente, un movimiento con el que Reagan quería dotarse de credibilidad y del apoyo del establishment añadiendo a su ticket a un Rockefeller republican. Su perfil como vicepresidente fue siempre discreto, el de un burócrata eficaz y con contactos a la sombra de un líder carismático, jovial y directo como Reagan. Tras ocho años como vicepresidente (ni Carter ni Mondale fueron rivales para Reagan), en los que su aporte a la caída del comunismo no fue baladí, George H. W. Bush se enfrentó en las presidenciales de 1988 a Michael Dukakis, a quien derrotó, convirtiéndose así en el presidente número 41 de los Estados Unidos. Su vicepresidente, Dan Quayle, supuestamente era un reclamo para el electorado más conservador, pero parecía elegido para no hacer sombra al eficaz aunque poco carismático nuevo presidente.

Su presidencia será recordada por dos eventos internacionales de enorme calado histórico: 1) la primera guerra del Golfo, tras la invasión de Kuwait por parte de Iraq; se rompía así la tradición de que las guerras eran declaradas por presidentes demócratas y se iniciaba un largo periodo de presencia militar estadounidense en la región; y 2) la desaparición de la Unión Soviética, en 1991, que marcó el final definitivo de la Guerra Fría y que fue el triunfo final de la generación a la que pertenecía.

George H. W. Bush fue un presidente de un solo mandato, pues fue derrotado en 1992 por el joven gobernador de Arkansas, Bill Clinton, un baby-boomer,… y por el también tejano Ross Perot, el candidato independiente que anunciaba ya un populismo a lo Trump y que, con un 19% de los votos, erosionó tanto el apoyo al candidato republicano que Clinton pudo vencer con tan solo el 43% del apoyo popular. La carta que Bush dirigía a Clinton el 20 de enero de 1993, dándole todo su apoyo, se puede leer como un testimonio de otra era, en la que el fair play aún no había abandonado completamente la política.

Decíamos antes que con George H. W. Bush acaba una época, la de los grandes consensos, en la que las diferencias entre un presidente republicano y uno demócrata eran de matiz, ajena a las batallas culturales, a las políticas para las minorías, en la que las élites convivían felices en sus clubs de golf en un equilibrio en el que había para todos. Los dos jueces nominados por Bush para el Supremo ejemplifican este reparto: Clarence Thomas, conservador firme como una roca, y David Souter, siempre alineado con el ala izquierdista.

Bush también representó esa América de la postguerra, orgullosa del papel desempeñado y optimista. Él, personalmente, siempre se comportó de modo muy alejado del agresivo estilo actual de la política, con una imagen a medio camino entre el experimentado burócrata y el caballeroso potentado. Alejado de la crispación, incapaz de bajar a la sucia arena de un mundo donde casi todo vale, con el fallecimiento de George H. W. Bush se retira definitivamente la generación que vivió en los cuadros de Norman Rockwell.

 

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