Trump en Miami: Crónica de una visita

El teléfono sonó en aquel hogar humilde del South West de Miami la mañana del pasado miércoles 14. Al otro lado de la línea, una voz se identificó con un nombre que resultó ser el de un altísimo cargo de la oficina de asuntos políticos de la Casa Blanca. Al contrario que esos insistentes e inoportunos teleoperadores que lo levantan a uno de la hora de la siesta, la oferta del hombre de Washington DC era de las que no se pueden rechazar. O al menos el casi octogenario titular de la línea y receptor de la llamada no la pudo –ni quiso– rechazar. Por eso dijo que sí, que aceptaba asistir como invitado del presidente Trump a un acto que el presidente americano celebraría en la ciudad el viernes 16.

Fue entonces que la siempre bien engrasada maquinaria de protocolo y seguridad de la Casa Blanca se puso a funcionar. Al aceptar el primer protagonista de esta historia la invitación, el alto funcionario volvió a ponerse en contacto con él por teléfono el mismo día, ya por la tarde, para solicitarle una serie de datos de tipo personal, que remitiría al FBI. Al día siguiente, un correo con el dominio whitehouse.gov emplazaba a nuestro hombre a estar el viernes 16, antes de las 10 am, en un punto determinado del aeropuerto internacional de Miami, un host parking o estacionamiento para invitados.

Cuando nuestro hombre llegó, allí ya esperaba un negro cubano más joven que él. Pronto se les uniría una señora, cubana también, y más cercana en edad al primero que al segundo, en cualquier caso, viejos conocidos los tres. Una vez juntos, fueron conducidos hasta la zona donde, en breve, aterrizaría el Air Force One del presidente de Estados Unidos. Entre autoridades y simpatizantes de Trump, debía de haber congregadas unas cien personas.

Hemos escrito «simpatizantes», sí, que tampoco se trataba, por cubrir la cuota, de invitar a algún imitador de James Hodgkingson, el asesino en grado de tentativa que esta misma semana trató de liquidar a cuantos congresistas republicanos se pusieron en su punto de mira, sólo el diablo sabe si inspirado por la comediante Kathy Griffin, que hace poco protagonizó un vídeo sosteniendo la cabeza decapitada de Trump; o por Madonna, quien a su edad ya solo parece lubricar fantaseando con volar la Casa Blanca por los aires; o por el montaje de cierta obra de Shakespeare en un teatro público de Nueva York donde el papel de Julio César cosido a puñaladas lo interpreta un actor imitando los modos y maneras de un magnate inmobiliario metido a presidente de Estados Unidos.

Pero retomemos el hilo de la narración y recordemos que, entre autoridades y simpatizantes, allí había un centenar de personas, de las cuales sólo unas pocas eran cubanas. Por seguir con el rollo ese de las cuotas, podría malpensarse que la presencia de nuestros protagonistas era un guiño obligado de Trump hacia el exilio cubano, esa fuerza electoral de primera magnitud. Podría también pensarse, de nuevo mal, que para, que nadie pudiera llamarlo racista, machista o gerontófobo, uno de los tres cubanos era negro; otro, mujer, y el tercero peinaba canas. Sin embargo, todo esto encaja mal con el gesto del gobernador de la Florida, Rick Scott, que se les acercó para apartarlos del resto de los asistentes, y no para aislarlos con un cordón sanitario, sino para colocarlos a los pies de la escalinata del Air Force One, por expreso deseo del presidente Trump, quien quería estrechar sus manos. Los nombres de los cubanos, hora es ya de que se sepa, son, por riguroso orden de aparición en esta historia, Ángel de Fana, Jorge Luis García Pérez Antúnez y Cary Roque.

Fábricas de ‘fake news’

Pero antes de dar unos breves apuntes biográficos de los disidentes De Fana, Antúnez y Cary (casi medio siglo de cárcel, por cierto, suman los tres), detengámonos en algunos detalles sobre el aterrizaje del Air Force One, insuficientes para que alguna de esas fábricas estajanovistas de fake news, como la CNN, puedan parir una de sus historietas. Así, antes de abrirse la compuerta delantera del avión se abrió la trasera, y por ella descendieron, entre otros, el senador Marco Rubio y el congresista Mario Díaz Balart, que durante las primarias del Partido Republicano no apostaron precisamente por Trump. Pero no. No era que Trump los hubiera hecho viajar en la bodega del avión y después bajar por la escalerilla trasera, a modo de humillación. Era, simplemente, el protocolo habitual del Air Force One y de cualquiera otro avión presidencial que, hoy y siempre, surque el espacio aéreo.

Otro detalle de lo del aeropuerto es que la primera mano que, ya en tierra, Trump estrechó, aparte de la del gobernador Scott, fue la de Cary Roque; después la de Antúnez y finalmente la de De Fana. O sea, que muy mal lo tienen que tener los del programa de Ferreras para ver en la prelación de saludos de Trump una discriminación ni hacia la mujer ni hacia los negros, a no ser que se empeñen en verla hacia la tercera edad; a la espera, eso sí, de que los jubilados partidarios de Bernie Sanders emitan un enérgico comunicado de protesta. El problema es que Ángel de Fana no está jubilado, ni del trabajo, ni de la vida ni de la política.

Quién le iba a haber dicho a aquel chico de barrio de La Habana de los años 50, consumado amante y bailarín, socio del San Carlos, lector empedernido con carnet de biblioteca pública, asiduo hasta las tantas a la barra del Paraíso (en la calzada de Diez de Octubre, junto al cine Apolo), joven promesa de la industria del calzado; quién le iba a haber dicho a Ángel de Fana, en fin, que a sus casi ochenta años tendría que seguir empleado en mil y un trabajos, como el de la imprenta de la calle 40, para llegar no ya a fin sino a mitad de mes.

Pero qué iba a hacerle él, Angelito de Fana, si la Revolución se cruzó en su camino y el bichillo de la clandestinidad se le metió en el cuerpo, y ya no tuvo otro empeño, para sí y los suyos, que el de una Cuba grande y libre. La cosa le salió por veinte años de cárcel, que cumplió íntegros e íntegro, las más de las veces fajado, en mitad siempre de todos los bretes: las huelgas de hambre, los sabotajes a la producción cuando el trabajo forzado, las celdas de castigo…

Ya en el exilio, rechazó las dos tentaciones a las que él y otros como él tuvieron perfecto y legítimo derecho: la nostalgia paralizante del excombatiente y el olvido del que sólo pretende rehacer su vida, empezar de cero. Angelito, en cambio, siguió un camino intermedio, con los pies en el suelo pero la lucha siempre en el horizonte. Por eso, a pesar de vivir casi con lo puesto, como cuando en la cárcel se quedaba en calzoncillos con tal de no vestir el uniforme de los comunes, es una de las figuras políticas más respetadas del exilio. De ahí la llamada el pasado viernes de la Casa Blanca invitándolo a un acto con Trump.

Pido disculpas a Cary Roque y a Antúnez, disidentes con idénticos méritos que De Fana, por no haberles dedicado el mismo espacio que a éste, pero seguro que entenderán que con el viejo freedom fighter me une una amistad que va para diez años ya, y con él tengo miles de horas de conversación, unas grabadas y otras no, y que de él me he servido como hilo conductor para narrar, en cuatrocientas páginas, el cantar de gesta de los héroes en la lucha contra Castro, los de la primera hora. Y es así que el único homenaje urgente del que soy capaz con ellos, con Cary y con Antúnez, por más que merezcan muchísimo más y mejor, es contar desde aquí cómo transcurrió el resto de la jornada del pasado viernes.

Teatro Artime

Del aeropuerto, Cary, Antúnez y De Fana fueron conducidos en furgoneta blindada, como parte de la comitiva presidencial, al siguiente punto de la agenda: el Teatro Artime. De todos los locales que hay en Miami, elegir uno con ese nombre supone toda una declaración de intenciones, pues Manuel Artime fue el muy carismático jefe político de la Brigada 2506, la fuerza expedicionaria que en 1961 planeó invadir Cuba, y a la que abandonó a su suerte, a su mala suerte, un JFK aquejado de repentino ataque de colitis en el último momento.

Ya en el recinto, De Fana y Cary fueron conducidos por los servicios de protocolo al escenario, donde ocuparon dos de los nueve asientos allí reservados, yendo a sentarse en los otros siete dos miembros del gabinete de Trump, el secretario de Trabajo Alexander Acosta, el gobernador Scott, el vicepresidente Pence, el senador Marco Rubio y el congresista Mario Díaz-Balart, arquitectos los dos últimos de la nueva política exterior de Estados Unidos con Cuba, infinitamente más firme que la de Obama, y que es lo que el presidente había ido a firmar allí. La consigna protocolaria fue que, tan pronto Trump sacase su pluma del bolsillo de la chaqueta, los nueve del escenario, Angelito de Fana entre ellos, se levantaran de sus asientos y lo rodeasen. Trump firmó. El fotógrafo disparó. Y el resto ya es historia. Historia de la buena.

 

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