En Nueva York, el 30 de abril de 1789.
Conciudadanos del Senado y la Cámara de Representantes:
Entre las vicisitudes inherentes a la vida, ningún acontecimiento podría haberme llenado de mayor inquietud que la notificación enviada por mandato suyo y recibida el día 14 del presente mes. Por una parte, fui convocado por mi país, cuya voz no puedo escuchar salvo con veneración y amor, desde el retiro que había escogido con la más ferviente predilección y que, en mis halagüeñas esperanzas y con inmutable decisión, habría de ser el refugio de mis últimos años de vida. Un retiro que me resultaba cada vez más necesario, así como más grato, debido al hábito de la costumbre y a los frecuentes quebrantos en mi salud ocasionados por el gradual paso del tiempo. Por otra parte, la magnitud y dificultad de la responsabilidad para la que me llamó la voz de mi país, aun siendo suficientes para hacer despertar en el más sabio y experto de sus ciudadanos un receloso escrutinio de sus cualidades, no podrían más que abrumar con su desaliento a alguien que, al haber heredado dones menores de la naturaleza y carecer de práctica en los deberes de la administración civil, debería ser especialmente consciente de sus propias deficiencias. Ante este conflicto de emociones, todo lo que me atrevo a aseverar es que ha sido mi fiel tarea el cumplir con mi deber desde la justa apreciación de cada una de las circunstancias por las que ésta pudiera resultar afectada. Todo lo que me atrevo a esperar es que, si al ejecutar dicha tarea me viera demasiado influido por los gratos recuerdos de sucesos anteriores o por la sensibilidad excesiva hacia esta prueba trascendental de la confianza de mis conciudadanos, que en consecuencia no se tengan demasiado en cuenta ni mi incapacidad ni mi escasa inclinación por los pesados y desconocidos deberes que se presentan ante mí; mis errores serán paliados por las razones que me indujeron a ellos y sus consecuencias serán juzgadas por mi País con parte de la parcialidad con la que se originaron.
Siendo tales los sentimientos con los que, en obediencia al llamamiento público, me dirijo al presente puesto, sería particularmente impropio omitir en este mi primer acto oficial mis fervientes súplicas al Todopoderoso que rige sobre el universo, que preside los consejos de las naciones y cuya providencial ayuda puede subsanar todos los defectos humanos, para que su bendición pueda consagrar a las libertades y la felicidad del pueblo de Estados Unidos un gobierno instituido por éste y para tan fundamentales propósitos; y para que permita que todos los instrumentos empleados en su administración ejecuten con éxito las funciones asignadas a su cargo. Al ofrecer este homenaje al Gran Creador de todo bien público y privado, estoy seguro de que se están expresando sus sentimientos no menos que los míos propios ni menos que los de la generalidad de mis conciudadanos. Ningún pueblo puede estar más obligado a reconocer y adorar su mano invisible, la cual conduce los asuntos de los hombres, que el pueblo de Estados Unidos. Cada paso con el que éste ha avanzado hacia una nación de carácter independiente parece haber estado distinguido por alguna señal de intervención de la Providencia. Y ni la importante revolución recién acometida en el sistema de su gobierno unido ni las tranquilas deliberaciones y el consentimiento voluntario de tan diversas comunidades, de las cuales ha resultado este acontecimiento, se pueden comparar con los medios por los que se han establecido la mayoría de los gobiernos, sin la retribución de una gratitud piadosa y sin la humilde expectativa de futuras bendiciones que el pasado parece presagiar. Estas reflexiones, que surgen de la presente crisis, han arraigado con tanta fuerza en mi mente que no las puedo suprimir. Os uniréis a mí, confío, en el pensamiento de que no hay nada bajo cuya influencia puedan ser más prometedores los procesos que dan comienzo a un gobierno nuevo y libre.
Según el artículo que establece el Departamento Ejecutivo, se ha hecho que sea deber del presidente el “recomendar para su consideración aquellas medidas que éste juzgue necesarias y convenientes”. Las circunstancias bajo las cuales ahora nos reunimos me eximirán de abordar este asunto, más allá de referirme a la Gran Carta Constitucional, según la cual se reúne esta asamblea y que, al definir sus poderes, designa los objetos a los que han de prestar su atención. Sería más coherente en estas circunstancias y mucho más acorde con los sentimientos que me mueven, sustituir la recomendación de algunas medidas particulares por el tributo que se debe al talento, la rectitud y el patriotismo que adornan los caracteres escogidos para concebirlas y adoptarlas. Ante estos honrosos deberes, sostengo la más firme promesa de que, por una parte, ningún prejuicio ni compromiso local, ninguna opinión encontrada ni ninguna animosidad partidista desviarán la mirada exhaustiva y equitativa que debe velar por esta gran asamblea de comunidades e intereses; y por otra parte, que los cimientos de nuestra política nacional descansarán sobre los principios puros e inmutables de la moralidad privada. La preeminencia de un gobierno libre se ejemplificará en todos los atributos que puedan merecer el aprecio de sus ciudadanos y que se hagan acreedores al respeto del mundo.
Me extiendo ante esta perspectiva con toda la satisfacción que me puede inspirar el ardiente amor por mi país, puesto que no hay una verdad más plenamente fundada que la de que en la economía y en el curso de la naturaleza existe una unión indisoluble entre la virtud y la felicidad, entre la obligación y la oportunidad, entre las máximas originales de una política magnánima y honesta y las firmes recompensas de la felicidad y la prosperidad públicas. Y puesto que no deberíamos estar menos persuadidos de que una nación que no observa las leyes eternas del orden y el derecho que el mismo Cielo ha decretado, no puede esperar la sonrisa propicia del Cielo, asimismo, puede justamente considerarse que preservar el fuego sagrado de la libertad y el destino del modelo republicano de gobierno sea, quizá, algo que esté profunda y definitivamente marcado en el experimento confiado en manos del pueblo americano.
Además de los objetos ordinarios presentados a su atención, quedará a su juicio decidir hasta qué punto es oportuno, en la presente coyuntura, el ejercicio de la facultad discrecional delegada por el artículo Quinto de la Constitución, ante la naturaleza de las objeciones que se han instado contra el sistema o por el grado de inquietud que ha dado origen a las mismas. En vez de emitir recomendaciones particulares sobre este asunto, en el que podría no estar guiado por la luz derivada de las circunstancias oficiales al respecto, daré de nuevo paso a mi entera confianza en su discernimiento y búsqueda del bien público. Ya que estoy seguro de que mientras eviten cuidadosamente cualquier alteración que pudiera arriesgar los beneficios de un gobierno unido y eficaz, o que tuviera que aguardar a las futuras lecciones de la experiencia, la veneración por los derechos característicos de los hombres libres y la consideración por la armonía pública serán suficiente influencia para sus deliberaciones sobre la pregunta de cuánto los primeros se pueden fortificar de la manera más inexpugnable y la segunda se puede promover de manera segura y ventajosa.
Debo añadir a las observaciones precedentes una que lo más adecuado será dirigirla a la Cámara de Representantes. Me concierne a mí mismo y, por lo tanto, seré tan breve como me sea posible. Cuando fui por primera vez honrado con la llamada al servicio de mi país, entonces en vísperas de una ardua lucha por sus libertades, a la luz con la que contemplé mi deber exigía que debía renunciar a cualquier compensación pecuniaria. En ningún caso me he apartado de esta resolución. Y estando aún bajo la impresión que aquello me produjo, debo declinar por inaplicable a mi persona, cualquier parte de los emolumentos personales que se puedan incluir en una disposición permanente para el Departamento Ejecutivo; y debo en consecuencia rogar que las estimaciones pecuniarias para el cargo al que estoy encomendado, puedan, durante mi estancia en éste, limitarse a aquellos gastos que realmente se piense que se puedan requerir para el bien público.
Habiéndoles así expresado mis sentimientos, según se avivaban ante la ocasión que nos reúne, me despediré ahora; pero no sin dirigirme una vez más al bondadoso Padre de la estirpe de los hombres, para suplicar humildemente que, puesto que Él se ha complacido en favorecer al pueblo americano con la oportunidad de deliberar en perfecta serenidad y con la disposición para decidir con una unanimidad sin parangón sobre su forma de gobierno, la seguridad de su unión y el fomento de su felicidad, que Su bendición divina se manifieste de igual forma en unos puntos de vista amplios, unas consultas comedidas y en las sabias medidas de las cuales debe depender el éxito de este gobierno.