Por Dr. Matthew Spalding
En 1776, cuando Estados Unidos anunció su independencia como nación, estaba compuesto por trece colonias rodeadas de potencias hostiles.
Hoy, Estados Unidos es un país con cincuenta estados que cubren un extenso continente. Sus fuerzas militares son las más poderosas del mundo. Su economía produce casi una cuarta parte de la riqueza del mundo. El pueblo americano está entre los más trabajadores, píos, afluentes y generosos del mundo.
¿Es América excepcional?
Cada nación adquiere significado y razón de ser a partir de un cierta cualidad unificadora – un carácter étnico, una religión común, una historia compartida. Estados Unidos es distinto. América fue fundada en un momento especial, por gente especial, partiendo de unos principios especiales acerca del hombre, la libertad y el gobierno constitucional.
La Revolución Americana hizo uso de antiguas ideas. Estados Unidos es el producto de la civilización occidental, moldeado por la cultura judeocristiana y las libertades políticas heredadas de Gran Bretaña.
No obstante, fundar Estados Unidos también fue revolucionario. No en el sentido de sustituir a un grupo de gobernantes por otro o de provocar la caída de las instituciones de la sociedad, sino de poner la autoridad política en manos del pueblo.
Como el escritor inglés G.K. Chesterton genialmente indicó: “América es la única nación del mundo que se ha fundado sobre un credo”. Ese credo se formula claramente en la Declaración de Independencia con la que las colonias americanas anunciaron su separación de Gran Bretaña. La Declaración es una imperecedera afirmación de derechos inherentes, de los propósitos adecuados del gobierno y de los límites de la autoridad política.
Los fundadores americanos apelaron a verdades evidentes, que derivan de las “Leyes de la Naturaleza y de la Naturaleza de Dios”, para justificar su libertad. Es un estándar universal y permanente. Estas verdades no son exclusividad de América sino que son aplicables a todos los hombres y mujeres en el mundo entero. Son tan ciertas hoy como en 1776.
Trabajando desde el principio de igualdad, los fundadores americanos afirmaron que los hombres podrían gobernarse de acuerdo a creencias comunes y el imperio de la ley. A través de la historia, a menudo el poder político ha estado – y todavía sigue estando – en manos de los más fuertes. Pero si todos son iguales y tienen los mismos derechos, entonces nadie está facultado por naturaleza para gobernar o ser gobernado.
Como dijo Thomas Jefferson: “[L]a humanidad no ha nacido con sillas de montar en la espalda, ni tampoco [han nacido] unos cuantos privilegiados con botas y espuelas listos para montarlas legítimamente, por la gracia de Dios”. La única fuente de poder legítimo del gobierno es el consentimiento de los gobernados. Este principio es la piedra angular del gobierno, de la sociedad y de la independencia de América.
Los principios de América establecen la libertad religiosa como un derecho fundamental. Está en nuestra naturaleza vivir nuestras convicciones de fe. El Estado no debe establecer ninguna religión oficial, pero, al mismo tiempo, debe garantizar la libertad de culto. De hecho, el gobierno popular requiere la proliferación de la fe religiosa. Si un pueblo libre ha de autogobernarse políticamente, primero ha de autogobernarse moralmente.
Estos principios también suponen que todos tienen derecho al fruto de su propio trabajo. Este derecho fundamental a adquirir, poseer y vender propiedades es la columna vertebral de la oportunidad y la forma más práctica de buscar la felicidad humana. Este derecho, junto con el sistema de libre empresa del cual se deriva, es la fuente de la prosperidad y la base de la libertad económica.
Ya que el pueblo tiene derechos, el Estado solamente tiene los poderes que el pueblo soberano le ha delegado. Estos poderes están especificados en una ley fundamental llamada constitución. En el Estado de Derecho, todos los ciudadanos están protegidos por leyes concertadas en común que se aplican a todos por igual. La Constitución de Estados Unidos define las instituciones del Estado americano: tres poderes distintos del Estado, el que hace la ley, el que hace cumplir la ley y el que juzga la ley en casos particulares. Este marco da al Estado americano los poderes que necesita para proteger nuestros derechos fundamentales a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.
El objetivo final de proteger esos derechos y de limitar el poder del Estado es proteger la libertad humana. Esa libertad permite que las instituciones de la sociedad civil – familia, escuela, iglesia y asociaciones privadas – florezcan, formando así los hábitos y virtudes que la libertad exige.
Los mismos principios que definen a América también moldean su forma de entender el mundo. La Declaración de Independencia proclamó que las trece colonias formaban una nación independiente y soberana, como cualquier otra nación. Pero América no es simplemente una nación más.
Estados Unidos es una nación fundada en principios universales. Apela a un estándar más alto y es que todos los gobiernos deriven sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Es un principio que obliga a todas las naciones y es justamente este principio el que hace de Estados Unidos una nación verdaderamente legítima.
La libertad no pertenece solamente a Estados Unidos. La Declaración de Independencia sostiene que todos los hombres por doquier están dotados del derecho a la libertad. Que la libertad es un rasgo permanente de la naturaleza humana es clave para entender los principios fundacionales de América.
Sin embargo, la principal responsabilidad de Estados Unidos es defender la libertad y el bienestar del pueblo americano. Para lograrlo, Estados Unidos debe aplicar los principios universales de América a los desafíos a los que esta nación se enfrenta en el mundo.
Esto no es fácil. América no siempre ha tenido éxito. Pero debido a los principios a los que está consagrado, Estados Unidos siempre se esfuerza por mantener sus más altos ideales. Más que ninguna otra nación, Estados Unidos tiene una responsabilidad especial que es defender la causa de la libertad dentro del país y en el extranjero.
Como George Washington dijo en su Primer Discurso Inaugural: “Mantener encendido el fuego sagrado de la libertad y velar por el destino del modelo republicano de gobierno están justamente considerados como profunda y quizá definitivamente en juego en el experimento confiado al pueblo americano”. El papel de América en el mundo es mantener y propagar, a través de su ejemplo y obra, “el sagrado fuego de la libertad”.
América es una nación excepcional, pero no debido a lo que ha alcanzado o logrado. América es excepcional porque, a diferencia de cualquier otra nación, está consagrada a los principios de la libertad humana, fundamentados en las verdades de que todos los hombres son creados iguales y dotados con iguales derechos. Estas verdades imperecederas son “aplicables a todos los hombres y a todos los tiempos” como alguna vez afirmó Abraham Lincoln.
Los principios de América han creado una nación próspera y justa a diferencia de cualquier otra nación en la historia. Sus principios ilustran por qué los americanos defienden su país con vigor, contemplan con aprecio los orígenes de su nación, hacen valer celosamente sus derechos políticos, cumplen con sus responsabilidades cívicas y siguen convencidos del especial significado de su país y de su papel en el mundo. Es debido a sus principios, y no a pesar de ellos, que América ha logrado alcanzar la grandeza.
Hasta hoy, tantos años después de la Revolución Americana, estos principios – proclamados en la Declaración de Independencia y promulgados en la Constitución de Estados Unidos – siguen definiendo a América como una nación y un pueblo. Y es por lo que los amigos de la libertad en todo el mundo miran a Estados Unidos no sólo como un aliado contra tiranos y déspotas sino también como un potente faro que con su luz guía a todos los que luchan por ser libres.