¿Quién es responsable de la seguridad de Estados Unidos?

Por Edwin Meese III

La Declaración de Independencia anunció la soberanía de Estados Unidos y, con ello, «pleno poder para hacer la guerra». Por consiguiente, los que diseñaron la Constitución veían la seguridad de la nación como la principal responsabilidad del gobierno federal. Esta seguridad, como la historia ha demostrado, no podía ser mantenida ni por comité contra apremiantes y raudas amenazas, ni colocada bajo una sola mano. Su solución, como en otras situaciones, se encontraba en un cuidadoso sistema de control y equilibrio de poderes que involucra a los tres poderes del Estado, aunque con solo uno de ellos en el rol estelar.

¿Quién es responsable de garantizar la seguridad nacional de Estados Unidos?

Con el recuerdo de la Guerra de Independencia aún fresco y con la incipiente nación haciendo frente a la constante amenaza tanto de las potencias extranjeras como de las tribus indias, los Fundadores vieron la seguridad nacional como el papel más importante del gobierno federal que estaban creando [1]. Los Artículos de la Confederación habían resultado insuficientes ya que crearon un gobierno débil e ineficaz. Las potencias navales del mundo aunque temibles, eran ejemplos despóticos e indignos para su gran experimento de libertad y autogobierno democrático. Por tanto, los Fundadores recurrieron a las lecciones de la historia y la razón. El equilibrio que consiguieron sigue siendo, al igual que nuestra Constitución, algo único.
La Constitución otorga al presidente de Estados Unidos el pleno «poder ejecutivo» del gobierno federal. Se le denomina «Comandante en Jefe del Ejército y la Armada de Estados Unidos y de la Milicia de los diversos Estados, cuando se llamen al servicio activo de Estados Unidos». De esta forma la Constitución concede la máxima autoridad de la seguridad nacional a un solo ejecutivo.

La ilimitada delegación de todo el poder ejecutivo contrasta enormente con los limitados y cuidadosamente enumerados poderes otorgados al Congreso. En el Artículo I de la Constitución, su alcance se limita a «los poderes legislativos aquí otorgados”. Entre ellos se encuentran los poderes «para declarar la guerra, otorgar patentes de corso y represalias y para dictar reglas con relación a las presas de mar y tierra»; «Para reclutar y sostener ejércitos, pero ninguna autorización presupuestaria de fondos que tengan ese destino será por un plazo superior a dos años»; «Para habilitar y mantener una armada»; «Para dictar reglas para… la regulación de las fuerzas navales y terrestres»; y para convocar a milicias estatales al servicio de la nación.

En teoría, estas delegaciones [de poder] dan lugar a una tensión entre el presidente y el Congreso. El presidente tiene la capacidad de decisión última sobre el despliegue de tropas y casi todos los aspectos de la conducción de la guerra. El Congreso tiene el poder sobre el erario público mediante el cual puede frenar la iniciativa del Ejecutivo. Sin embargo, en la práctica, en vez de estar enfrentados, los poderes de ambas ramas del gobierno en seguridad nacional han demostrado ser complementarios y las escasas disputas se han resuelto llegando a un compromiso y no en enfrentamiento.

Sería un milagro que el control de la mayor fuerza militar conocida por la humanidad se haya regido por el compromiso político durante más de dos siglos si no fuese porque fue así diseñado.

Los presidentes americanos han desplegado la fuerza militar varios cientos de veces en la historia de la nación. Sin embargo, el Congreso solamente ha declarado la guerra cinco veces, primero contra los británicos en 1812 y más recientemente contra las potencias del Eje en 1941. No hay incongruencia en esto.

«Declarar la guerra», tal como se entendía cuando se elaboró la Constitución y tal como se ha practicado, es reajustar los derechos y las obligaciones legales de las naciones. Una declaración de guerra hace que los enemigos de la potencia enemiga de Estados Unidos sean considerados enemigos y pueden verse obligados a elegir entre la huída o la captura; hace que la propiedad del enemigo esté sujeta a confiscación o decomiso, provee una medida de indemnizaciones por daños y perjuicios a pagarse como compensación tras la guerra y exige que los ciudadanos americanos traten al enemigo como tal en sus asuntos.

Sin embargo, declarar la guerra no es librar una guerra. Colocar ese poder en el poder legislativo fue una idea que los Fundadores rechazaron con firmeza.

Bajo los Artículos de la Confederación, Estados Unidos carecía de un poder ejecutivo formal y todo el poder bélico estaba en manos del Congreso, delegado en algunos aspectos a un Departamento de Asuntos Exteriores. Este acuerdo era impracticable. Al carecer de un ejecutivo unitario, la política exterior y defensa de Estados Unidos trastabillaba ya que los legisladores sólo peleaban y se demostraron incapaces de alcanzar un acuerdo cómo equipar al ejército federal para proteger los destacamentos de Estados Unidos o embarcar a la nación en cualquier derrotero diplomático.

La necesidad de un ejecutivo se hizo evidente para cuando se celebró la Convención Constitucional en 1787, pero los delegados entraron en conflicto acerca de los poderes necesarios para el cargo. James Madison, en particular, recurrió a las obras de filósofos políticos como Locke, Montesquieu y el jurista John William Blackstone. Los tres, por razones pragmáticas, habían dado el poder de hacer la guerra y la paz, participar en alianzas extranjeras y el funcionamiento de todo lo que conlleva la diplomacia, a un solo ejecutivo. Alexander Hamilton se fijó en la historia antigua y en las experiencias de aquellos estados que habían tratado de dividir el poder ejecutivo, por lo general, con resultados muy poco afortunados.

Los puntos de vista de Madison y de Hamilton prevalecieron en gran medida, aunque con poca disensión. Un borrador tardío investía el poder de «hacer la guerra» en el Congreso. Madison temía que el lenguaje fuera demasiado inflexible para las necesidades de una nación bajo la amenaza constante de un ataque externo y para las cuales el Congreso ya había demostrado su ineptitud. Debido a la insistencia de Madison, el poder del Congreso fue limitado a declarar la guerra y el resto del poder de la guerra residiría en el ejecutivo.

Esta alteración resultó polémica en varios debates de ratificación. Patrick Henry acusó a los Fundadores de la Constitución de practicamente haber establecido una monarquía en Estados Unidos a través de la centralización del poder de la guerra en la presidencia. George Nicholas, un partidario de la Constitución, explicó la falacia de la afirmación de Henry:

 

[N]inguna partida de dinero, para usarlo en reclutamiento o mantenimiento de un ejército, deberá ser por un plazo superior a dos años. El Presidente está al mando. Sin embargo, la regulación del ejército y la marina es dada al Congreso. Nuestros representantes serán un poderoso instrumento de control aquí.

 

El presidente sería nada menos que el máximo comandante en jefe del ejército de la nación, pero el ejercicio del Congreso de sus competencias propias atemperaría ese poder.

Si nos remontamos a Marbury v. Madison, la Corte Suprema reconocía que los temas que respectan a las relaciones exteriores están dentro de las competencias del presidente. En consecuencia, el único control adecuado del albedrío presidencial en relaciones exteriores es político y por lo tanto las preguntas de este tipo no se resuelven en las cortes de justicia. De acuerdo a ello, por más de 200 años, las cortes han rechazado como es debido todos los intentos de conseguir que las cortes opinen sobre el uso de la fuerza en el extranjero y demás operaciones en el exterior. En los últimos años, sin embargo, la Corte Suprema ha sobrepasado sus límites constitucionales en una serie de casos que involucran a detenidos en la guerra contra el terrorismo. Las decisiones de la Corte en estos casos no tienen amparo ni en la jurisprudencia ni en la Constitución.

“Seguramente no se discutirá que la unidad tiende a la energía”, observó Alexander Hamilton, “…los actos de un solo hombre se caracterizan por su decisión, actividad, reserva y diligencia, en un grado mucho más notable que los actos de cualquier numero mayor”.

Se ha demostrado que lo que era cierto durante la fundación también es cierto en la era moderna. Bajo el mando del presidente Ronald Reagan, las primeras tropas de Estados Unidos, de las 7,000 en total, llegaron a las costas de Granada el 25 de octubre de 1983 para sofocar un violento golpe de estado que amenazaba con poner al país en las filas del bloque comunista y dar a la Unión Soviética una segunda base de avanzada, después de Cuba, muy cerca de Estados Unidos. La invasión fue inesperada y la victoria americana fue rápida y decisiva. También es probable que evitara una catástrofe humanitaria, basándonos en los informes de matanzas en masa por parte de las fuerzas comunistas.

¿Podría un cuerpo deliberativo haber actuado para proteger a la nación con similar decisión, actividad, reserva y diligencia? La evidencia sugiere que no. Después de permitírsele un tiempo para deliberaciones y debate, la Asamblea General de Naciones Unidas celebró una votación sobre la situación en Granada el 2 de noviembre, toda una semana después de que las fuerzas de Estados Unidos hubiesen desembarcado y días después de que toda la resistencia hubiera sido sometida. Por una abrumadora mayoría, la ONU expresó su desaprobación por la invasión de Estados Unidos. Cuando se le preguntó su opinión sobre la votación, el presidente Reagan dijo: «En absoluto perturbó aquello mi desayuno». Las razones para la calma del presidente resultaron evidentes. Actuó, como debería haberlo hecho, en apoyo de los intereses de Estados Unidos y haciendo cumplir las obligaciones de los tratados a petición de otras naciones.

Aunque los Fundadores nunca podrían haber imaginado los atentados del 11 de septiembre de 2001 o las fuerzas terroristas que han hecho de Estados Unidos su enemigo, ellos construyeron una república que pudiese perdurar y derrotar todas las amenazas externas así como prosperar. La guerra contra el terrorismo, que se libra contra un enemigo con pocos activos y dirigido con intención mortal contra objetivos blandos, simplemente ha aumentado la importancia de la agilidad y la confidencialidad. El presidente tiene el poder y la responsabilidad de tomar decisiones difíciles en un instante — sea tener que confiar en datos de inteligencia recientes pero inciertos, bombardear una guarida de al-Qaeda, dirigir un ataque con un avión robot contra un terrorista, o arrestar a un sospechoso de terrorismo. Estas decisiones no están sujetas a la consideración o el veto legislativo. Ni podrían estarlo, si se desea mantener la seguridad de la nación en una era en la que un estado paria o un grupo terrorista no estatal puede amenazar la vida de millones de americanos.

La seguridad nacional es lo primero; sin ella, la vida y la libertad están bajo amenaza y la felicidad es un imposible. Por lo tanto, como James Madison escribió: «La seguridad contra el peligro exterior es uno de los objetos primigenios de la sociedad civil. Es un objetivo reconocido y esencial de la Unión Americana”.

Proteger a la nación requiere de una unidad de propósito y facultad y no puede ser delegada a un comité o al Congreso. Los Fundadores se dieron cuenta de ello y su sabiduría es nuestra fortaleza. El presidente, ante todo, es responsable de garantizar la seguridad nacional de Estados Unidos.

 

Este artículo pertenece a la serie Entendiendo qué es América.

 

Referencias

[1] Véase, por ejemplo, El Federalista III, en el que John Jay escribe: «Entre los muchos objetos en que un pueblo ilustrado y libre encuentra necesario fijar su atención, parece que debe ocupar el primer lugar el de proveer a la propia seguridad».