Unión Europea: El monstruo en Europa

Hay un monstruo en Europa que se llama la Unión Europea. Nacida de la idea de superar las catastróficas guerras mundiales y acercar a los enemigos en Europa mediante la recreación del Imperio Carolingio, acabó por desarrollarse de manera esperpéntica: para garantizar su ansiada paz en el viejo continente, hizo outsourcing en Estados Unidos de América y la OTAN; para ganarse el apoyo popular, puso en marcha un elefantiásico y socialistoide sistema de bienestar social finalmente del todo inviable; para avanzar sobre los Estados miembros, un laberinto de instituciones, antidemocráticas, imposibles de censurar y controlar; y si no hubiera sido por el sesgo pacifista de la izquierda europea, ahora también contaríamos con una suerte de ejército europeo para misiones humanitarias, habida cuenta de que para ser un súper Estado ya tiene la moneda y sólo le falta la espada. Hasta cuenta con su propia constitución, ésa donde se niegan las raíces judeocristianas de la civilización europea.

Poca gente lo sabe, pero el funcionamiento de la UE exige que los Estados miembros pongan en común 160,000 millones de euros, el presupuesto que la Unión Europea se va a gastar en 2018. La semana pasada tuve la oportunidad de asistir, junto con los líderes de Vox a varias reuniones en el Parlamento Europeo, y fui testigo, una vez más, del despilfarro con el que se utilizan los recursos de los contribuyentes: 751 europarlamentarios que, con sus sueldos base de 7,000 euros al mes, consumen el 22% del presupuesto anual, su generoso personal que se come el 34%, y sus fondos para actividades políticas, visitas, campañas, viajes, transporte, etc. En una visita que hice a Paul Wolfowitz cuando era director del Banco Mundial, impresionado por el tamaño de las oficinas, le pregunté que cuánta gente trabajaba allí, él me respondió con sorna: “El 10%”. No creo que hubiera sido tan generoso de ser el presidente de la Eurocámara, sinceramente.

El hecho de que después de décadas de funcionamiento, la UE haya sido incapaz de concentrar sus trabajos parlamentarios en una única sede y siga desplazado a su personal, equipos y miembros de Bruselas a Estrasburgo en un trasiego absurdo, costoso y sin fin, dice poco de la voluntad de racionalizar el gasto, incluso en momentos de crisis aguda y profunda como la que hemos estado viviendo desde 2008.

Con todo, lo peor y por mucho, es que la Eurocámara aspira a dar legitimidad institucional y política a un proyecto profundamente antidemocrático. Queriendo ser el control de la Comisión Europea, un órgano no electo y cuyo fin es defender las políticas de una “cada vez más estrecha cooperación”, en la senda del federalismo europeísta, su principal estorbo son, paradójicamente, los ladrillos que la componen, las naciones.

Justo en los días de nuestra visita dos acontecimientos tuvieron lugar en el Europarlamento. El primero, el ritual de ver comparecer al presidente de la Comisión en un remedo de sesión anual de control, en el que se le permite, además, lucirse como presidente de Europa, cosa que no es, en una copia mala del discurso del Estado de la Unión que los presidente americanos dan en el Congreso todos los eneros. Pero Juncker, gracias a Dios, no es Trump, ni siquiera Obama o Bill Clinton. Entre otra serie de cosas, porque no vive sobre una verdadera Unión y porque él solamente representa a la maquinaria tecnócratas y federalista de Bruselas, no a los Estados miembros.

El segundo evento ya tiene más enjundia: la votación, a propuesta de una eurodiputada de izquierdas, de iniciar un procedimiento de censura contra Hungría que acabaría con retirarle el derecho de voto. Tiene más significado por dos razones: la primera de procedimiento. Los parlamentarios claramente se atribuyen competencias que no le corresponden; la segunda, de concepto: los europarlamentarios se creen superiores a los parlamentarios húngaros que han sido elegidos por el pueblo húngaro, sobre el gobierno electo de Hungría y sobre sus instituciones nacionales, a los que censuran por no someterse a una política de inmigración que no les convence. Es más, conviene recordar aquí, que la actual política migratoria de la UE no es la obra del parlamento, sino la proyección de una decisión unilateral de Angela Merkel en el verano de 2015.

La historia del llamado  Parlamento Europeo es la historia de una ambición: parecerse lo más a un parlamento nacional, con todas las competencias que eso conlleva. Su primer gran paso en esta dirección se dio cuando cambiaron las reglas para ser europarlamentario y, en lugar de ser designado por los parlamentos nacionales, ser eligió directamente por los ciudadanos de los estados miembros. Así y todo, la pregunta clave persiste:¿por qué un parlamento europeo debe tener más importancia que un parlamento nacional? En realidad ni puede, ni debe. A diferencia de los mecanismos políticos e institucionales nacionales, que se hunden en la Historia y responden a las tradiciones y culturas de los pueblos que conviven en el continente europeo, las instituciones de las UE son artificiales, producto de una visión imperialista y universalista, sólo reales en las cabezas de unos pocos.

De ahí, en buena medida, que el Parlamento Europeo se haya quedado es un gran instrumento de fabricar complicidades: para los políticos, es una ganga; para el personal, un premio; para los funcionarios, un sueño; para los partidos pequeños, una fuente de ingresos para invertir en sus actividades, para los partidos grandes, una fuente suplementaria de colocación… ¿quién puede dar más? Hasta ahora se decía que cuando los políticos españoles llegaban al Senado se volvían ateos inmediatamente, puesto que no podían creer en una vida mejor. Porque no han visto a sus colegas en Bruselas/Estrasburgo.

Si de verdad se quiere una reforma de la UE orientada a dar respuesta a los problemas reales de los ciudadanos de los Estados miembros, hay que cerrar el Parlamento Europeo. Hay que restar la autolegitimidad que se han otorgado gratuitamente los tecnócratas de la Unión y hay que reforzar el peso de las naciones que son los verdaderos depositarios de la voluntad popular de cada uno de ellos. Los tecnócratas y funcionarios deben estar al servicio de las naciones, no sobre o contra las mismas. Que es el absurdo surrealista al que hemos llegado con la Unión Europea.

 

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