Si un ladrón le roba su teléfono en la calle, ha conseguido algo de valor que puede intercambiar por dinero a la vez que Ud. se ha visto privado de un valor equivalente: Él gana y Ud. pierde. Este intercambio se corresponde con el «principio de Reinhardt», según el cual la gloria del hombre se consigue a costa de cierto fracaso divino. Karl Reinhardt propuso este interesante principio en un artículo publicado en 1948 y titulado El Juicio de Paris (Das Parisurteil). Muchos creen que todas las interacciones económicas están sujetas al principio de Reinhardt y que son equivalentes a la del ladrón con el dueño del teléfono robado.
Sabemos, no obstante, que es perfectamente posible tener interacciones económicas que no signifiquen el perjuicio de ninguna de las partes involucradas. De hecho, cuando la persona robada compró su teléfono, participó en una interacción económica en la que comprador y vendedor resultaron beneficiados. Comparemos con cierto detalle ambos tipos de interacción para que notemos la diferencia.
La persona que vende teléfonos los ha comprado al por mayor a un distribuidor o fabricante. El fabricante ha comprado las piezas y ha pagado por su ensamblaje. El vendedor final obtiene un porcentaje de ganancia con cada intercambio, de manera que recibe un beneficio con cada venta. El fabricante ha invertido cierta cantidad de dinero y aspira a recibir más que lo gastado con la venta de los equipos: así obtendrá ganancias igualmente y conseguirá recursos para generar más riqueza en el futuro. El ladrón, en cambio, ha tenido que sustraer propiedad ajena y, deshaciéndose de ella casi de inmediato, consiguió algo de beneficio. Pero no ha creado riqueza, simplemente la ha transferido. En el ámbito económico, el principio de Reinhardt se supera cuando la transferencia de riqueza implica un intercambio voluntario. La riqueza puede ser transferida, intercambiada y también creada.
La única manera de que el ladrón siga obteniendo beneficio es que continúe robando teléfonos. Si llegara a robar directamente al fabricante la totalidad de teléfonos que éste produce durante un año, por ejemplo, le causaría una pérdida tan grande que el fabricante posiblemente no produciría más teléfonos y esto dejaría sin ingresos al ladrón. Algo similar ocurriría si le roba el teléfono al mismo consumidor final varias veces, así que el problema no es distinto si la sustracción opera en uno u otro nivel de la cadena de consumo. El fracaso en la inversión del fabricante no se habría debido a su incapacidad para ofrecer un producto atractivo, sino a la acción predadora del ladrón que se apropia de los teléfonos sin pagar por ellos y los vende más tarde a consumidores que, al fin y al cabo, sí están interesados en el producto. El daño extremo que podría causar el ladrón tanto al fabricante y a sí mismo ocurre también en pequeña escala —cuando sustrae un solo teléfono incluso—, puesto que él está llevando a cabo una transferencia involuntaria de riqueza, lo cual por supuesto daña la creación de riqueza.
Esta demostración utilitarista no es superior a las razones morales para condenar el robo, pero sirve para entender el rol de los impuestos en la creación de riqueza y cómo afectan el proceso económico a nivel personal, nacional y mundial. También sirve para entender por qué el principio de Reinhardt es aplicable sobre algunas relaciones económicas (como el robo o los impuestos), pero no sobre otras (el libre intercambio de bienes y servicios). En economía, pues, la aplicabilidad del principio de Reinhardt depende no tanto de la voluntariedad —puesto que el pago de impuestos bien puede ser voluntario—, sino sobre todo del carácter que tenga el intercambio: Transferencia o creación de riqueza.