¿Acaso hay alguien en su sano juicio que dude de que Jerusalén es la capital de Israel? Pero no deben herirse sensibilidades, dicen por ahí. De lo cual se deduce que el peso político del mundo depende de la sensibilidad que tenga, o finja, el sujeto que reclama, no la razón, sino el poder. Cuando la sensibilidad viene acompañada con amenazas de violencia, la deducción culmina en tener que dar la razón al que no la tiene. Lo que es más grave aún, creer tener derecho a exigir al que tiene la razón, que la ceda. Como decía Talleyrand, es peor que un crimen, es un error.
Por seguir con las citas manidas (Orwell), parece que hemos caído tan bajo, que el primer deber de cualquier hombre inteligente, es recordar lo obvio. Siendo aquí Trump el hombre inteligente, claro. No el único, porque el reconocimiento de la capitalidad de Israel no es suyo. En 1995 el Congreso de Estados Unidos, bajo la presidencia de Clinton, aprobó la capitalidad de Jerusalén. Desde entonces los sucesivos presidentes han demorado la decisión del traslado de la embajada en Tel Aviv, donde tienen localizada la legación todos los países que reconocen a Israel.
Desde tres puntos de vista, el político, el religioso, el geoestratégico y el del legítimo interés de las partes, debe reconocerse la capitalidad de Jerusalén.
Jerusalén es nombrada en la Biblia hebrea unas ochocientas veces y unas doscientas en el Nuevo Testamento, alcanzando el asombroso número de cero citas en el Corán. Cierto es que Mahoma vuela en su visión a lomos de Clavileño-Buraq hasta el lugar en donde Abraham lleva a Isaac al sacrificio. Basándose en esta mención a la “mezquita más lejana” (interpretada originalmente como celestial), cuando los omeyas basados en Damasco dominaban Israel construyeron, con afán polémico, una mezquita en Jerusalén, y más tarde otra con la famosa y vistosa cúpula dorada. Esta visión de Mahoma de una mezquita cercana, la de La Meca, y la de la lejana pasó a interpretarse ex post facto como la exclusiva reclamación musulmana de Jerusalén como ciudad relevante para el islam. Las mezquitas están construidas sobre la base de una iglesia cristiana bizantina, que ocuparon el territorio hasta la llegada de los omeyas.
En la época reciente, desde el establecimiento del Estado de Israel, el estatus de Jerusalén ha vivido diversas fases. Originalmente, el plan de partición de 1948, preveía Jerusalén como una zona internacional bajo control de la ONU. Como es sabido, tan pronto se dividió el mandato palestino británico en dos estados, uno israelí y otro árabe, los cinco vecinos árabes de Israel, Egipto, Siria, Jordania, Irak y Arabia Saudita le declararon la guerra. La perdieron. En las acuerdos del armisticio, Jordania retuvo el control de Jerusalén Este o la Ciudad Vieja, que supuestamente debía controlar Naciones Unidas: pero la ONU aceptó la violación del estatuto del que ella misma era garante. Los árabes prohibieron a los judíos acudir a rezar al Templo, y la propia Ciudad Vieja se degradó en los siguientes años.
En 1967, de nuevo fueron Jordania, Egipto y Siria los que atacaron a Israel. Israel, en el curso de la acción bélica, recuperó Gaza de Egipto y Judea, Samaria y Jerusalén Este de Jordania, invadiendo el Sinaí egipcio y los altos del Golán de Siria. Desde entonces Jerusalén está afortunadamente bajo control israelí, los judíos pueden rezar, y los musulmanes también. En los acuerdos de Oslo de 1993 que -pretendiendo la obtención de paz por territorios entregaron el control de la Margen Occidental y Gaza a una autoridad palestina- la discusión sobre la condición de Jerusalén se considera una decisión a tomar entre las dos partes sin que deban tomarse decisiones que prejuzguen su estatus permanente.
Por fin, la realidad de hecho en la que todas las instituciones israelíes desde el Parlamento al Tribunal Supremo pasando por la oficina del Primer Ministro están en Jerusalén ha hecho que tan sólo las reivindicaciones más extremistas crean factible que la totalidad de Jerusalén pueda ser en algún momento la capital palestina. Difícilmente los mismos que rompieron las reglas en 1948 pueden exigirlas cuando han perdido. Muchos lo olvidan e incluso lo defienden.
Es igualmente evidente que ningún avance en cualquier proceso de paz se ha producido en los últimos veinticuatro años desde Oslo gracias a que la comunidad internacional no haya a Jerusalén como capital. Es uno de los argumentos más carentes de sentido pero tan de moda en estos momentos, porque no hay ninguna relación entre la tensión en la zona generada por el terrorismo palestino y el reconocimiento de Jerusalén. Nunca, jamás, en ningún momento, el terrorismo palestino ha frenado sus asesinatos por el hecho de que dicha comunidad no lo hiciese, ni los países árabes han sido menos hostiles o más razonables por este hecho.
En suma, no hay muchas razones para dejar de considerar a Jerusalén como la capital de Israel. Lo es, y además afortunadamente: Jerusalén es, bajo control israelí, la Jerusalén más libre y abierta de la historia. La capitalidad es un hecho religioso y político que Trump normaliza saltándose el tabú. No reconocer la realidad es la cosa más absurda del mundo: otros países seguirán a Estados Unidos, como es lógico. Tan sólo la manía occidental contemporánea de intentar contentar a los que no se van a contentar, especialmente si amenazan con poner bombas, explica la escandalera momentánea. Ceder al chantaje nunca es una buena política y no contribuye a la paz que es, según San Agustín, el orden justo de las cosas.
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