En el Reino Unido, como en el resto de Europa, no existe la pena de muerte. Puedes cometer atrocidades que te hagan merecer la muerte mil veces, pero sólo te llevarán a prisión, y en muchos casos ni siquiera para el resto de tu vida. Pero eso no significa que el Estado no pueda matarte, siempre y cuando cumplas con los requisitos de ser inocente de cualquier crimen y ser considerado enfermo terminal en un hospital público.
Alfie Evans, que no llega a los dos años de edad, padece una enfermedad neurológica rara e irreversible y ha pasado más de la mitad de su vida en el Hospital Alder Hey de Liverpool. Como ya sucediera el verano pasado con Charlie Gard, tanto los tribunales británicos como el Tribunal Europeo de, ríanse conmigo, Derechos Humanos se han alineado con los funcionarios de la medicina en contra de sus padres. Para ello se basan en las leyes que determinan que, cuando un juzgado debe decidir con respecto a la crianza de un niño, «el bienestar de éste debe ser la consideración suprema». Normas que han permitido retirar la patria potestad en casos graves de negligencia, como sucede por ejemplo con la clásica negativa a las transfusiones de sangre de los testigos de Jehová. Pero que están siendo interpretadas para negar a padres competentes y obviamente interesados en el bienestar de sus hijos un derecho tan fundamental como es el de no dejar que mueran sin agotar sus opciones.
Es cierto que, sea cual sea la edad del enfermo, puede llegar el punto en que prolongar una agonía no tenga ya sentido alguno. El problema es quién debe decidir cuándo se ha llegado a esa situación. Porque no estamos ante una decisión técnica que pueda evaluarse mirando una hoja de cálculo. Se trata esencialmente de un juicio de valor, y cuando estamos ante unos padres que nadie puede negar buscan lo mejor para su hijo, deberían ser ellos quienes tomaran la decisión. Pero cuando familiares y médicos no se ponen de acuerdo, los tribunales británicos y europeos están tendiendo a dar la razón a estos últimos. De modo que Alfie Evans sigue preso, como antes lo estuvo Charlie Gard, pese a no haber podido cometer ningún delito. El hospital pediátrico Bambino Gesú, gestionado por el Vaticano, se ha ofrecido a cuidarlo e Italia le ha concedido la nacionalidad para facilitar el traslado, pero los médicos consideran que el niño podría sufrir en el avión, y eso tiene para ellos más peso que su vida.
Y seguramente ahí resida la razón real por la que Alfie Evans debe morir. El problema de esta vieja Europa parece ser que no se otorga ningún valor especial a la vida humana. Y partiendo de esa base no resulta tan raro que eliminar el sufrimiento se considere el bien supremo, por encima incluso del derecho a vivir, dando lugar a aberraciones como que los médicos holandeses maten a cientos de pacientes adultos cada año que no habían solicitado la eutanasia, o que sean unos médicos quienes decidan por nosotros no sólo si continuar con un tratamiento, sino si podemos intentar seguir viviendo, o incluso buscar una cura, en cualquier otra parte.
Somos muchos los que nos declaramos contra la pena de muerte porque no creemos que deba concederse al Estado el derecho a tomar una decisión irreversible sobre la vida o la muerte de ninguno de sus ciudadanos, por muy graves que sean sus delitos. Pero mientras se iba eliminando de los códigos penales fueron tomando su lugar otras leyes que permiten al Estado decidir si tenemos derecho o no a vivir, dependiendo del juicio tecnocrático de unos pocos funcionarios de la salud. En esto, las leyes antiguas parecen mucho más humanas.