Políticos: ¿Cuál es su interés?

Después del proceso electoral que concluyó el primero de julio en México, es oportuno preguntarse por qué los políticos participan con tanto ahínco en contiendas por el voto popular para ocupar los puestos públicos.

Una hipótesis razonable, sugerida hace años de forma convincente por el Premio Nobel de Economía, James M. Buchanan, es que los políticos son como el resto de los individuos y persiguen el poder para alcanzar objetivos personales.

Las metas pueden abarcar desde aspectos materiales, como obtener una posición económica holgada de forma lícita o ilícita, hasta convencer a la sociedad de que se guían por motivos altruistas. De forma semejante a lo que ocurre en cualquier carrera profesional, no hay razón para excluir una posible convivencia entre varios proyectos individuales.

Como constatamos una vez más en las campañas recientes de México y en otras latitudes, el ámbito de los argumentos utilizados por los candidatos a su favor y contra sus adversarios parece no conocer límites.

En los alegatos y debates puede recurrirse a todo tipo de recursos, incluyendo hechos inexistentes, estadísticas incorrectas y causalidades no verificadas, con la esperanza de que apelen al interés del electorado.

Así, la lógica y la experiencia parecen confirmar que el principal incentivo de los políticos consiste en ser elegidos, no necesariamente en apegarse a la verdad. Para sus propósitos, la apariencia de verdad es suficiente.

Adicionalmente, los contendientes suelen incorporar, en sus arengas, promesas dirigidas a ciertos grupos de ciudadanos con los cuales se sienten identificados o a los que piensan que pueden convencer.

De esta manera, los candidatos acostumbran a ofrecer resultados atrayentes, especialmente para los segmentos objetivo, aun en los casos en que sepan que tales logros son inalcanzables, o que resultarían contraproducentes para la sociedad.

Naturalmente, tales proposiciones pueden presentarse como socialmente deseables, así impliquen privilegiar a ciertos colectivos a expensas de la comunidad.

Lo anterior es posible porque la mayoría de la población tiende a aprobar aquellas posiciones que coinciden con sus preferencias y anhelos, sin importar si las aseveraciones son ciertas o si las promesas resultan realizables.

De forma análoga, los electores rechazan las posturas y los candidatos con los que no simpatizan, y propenden a ignorar cualquier información que contravenga sus creencias. Ello aun en las situaciones en que las tesis resistidas pudieran beneficiar a la sociedad y, con el paso del tiempo, a ellos mismos, más que las aceptadas.

Esta aparente paradoja parece obedecer, en parte, al hecho de que los votantes tienen pocos motivos para escudriñar a fondo los programas ventilados en las campañas. Correctamente, perciben que la probabilidad de que su voto determine el resultado de los comicios es muy baja, por lo que el beneficio individual de acometer tal ejercicio es mucho menor al costo de ese esfuerzo.

De ahí que sea práctico para el elector solidarizarse con aquel aspirante que, además de parecer confiable, plantee proyectos que pudieran favorecerle, independientemente de su viabilidad financiera.

A pesar de haber probado ser el camino más adecuado para transmitir el poder, la democracia enfrenta, por lo menos, dos desafíos considerables. El primero consiste en que los candidatos y posteriormente los gobernantes tienden a enfrentar presiones sociales que los empujan a comprometerse a tareas cada vez más amplias.

Ello propicia la posibilidad de desviar los esfuerzos gubernamentales a actividades secundarias, como la promoción de la propia imagen mediante discursos y publicidad, o ineficientes, como la fijación de precios y la creación de empresas gubernamentales, en descuido de aquellas que sólo el Estado puede realizar eficientemente, como la seguridad pública.

El segundo reto se deriva de la inclinación de los políticos a dispensar beneficios de forma discrecional. Tal capacidad, además de ser injusta, invita a desperdiciar recursos en cabildeo y corrupción en búsqueda de privilegios.

El presidente electo de México tiene la enorme oportunidad de implementar políticas generales que apliquen a toda la población y no busquen sólo beneficiar a los grupos de interés que lo hayan apoyado electoralmente.

La trascendencia en la historia se alcanza si el mandatario demuestra que efectivamente contribuyó a establecer mejores condiciones para el mayor crecimiento económico. La mejor forma de lograrlo es removiendo los obstáculos al desarrollo de la responsabilidad individual y la iniciativa de los particulares.

 

© El Cato

 

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