“El Dios que nos dio la vida nos dio la libertad al mismo tiempo”, escribió Thomas Jefferson en una ocasión. “La fuerza las puede destruir, pero no las puede separar”. Entre los Fundadores americanos había una profunda convicción de que fe y libertad estaban profundamente entrelazadas.
En nuestros días, a menudo se nos dice que la religión causa divisiones y debería mantenerse fuera de la política en nombre de la libertad. Se afirma que, de alguna forma, la religión está opuesta a la libertad y por eso la libertad exige una reducción de la religión en el foro público.
Sin embargo, el punto de vista de toda la vida coherente con nuestra práctica es el de los Fundadores de Estados Unidos, quienes favorecieron la libertad religiosa para que fortaleciera la fe religiosa y su influencia en el autogobierno americano. Todos tenían un derecho natural a adorar a Dios como eligieran, según los dictados de su conciencia. Al mismo tiempo, los Fundadores defendieron la religión y la moralidad —para citar el Discurso de Despedida de Washington— como apoyos indispensables para las buenas costumbres, los más firmes soportes de los deberes de los ciudadanos y los mayores pilares de la felicidad humana.
La libertad religiosa ni resuelve ni descarta la disputa entre razón y revelación religiosa para enseñar las cosas más importantes que deben saber los seres humanos. Pero sí crea una solución práctica —tras miles de años de intentos fracasados— a nivel político y de la moralidad política. Estableció una forma de gobierno sancionada por la naturaleza humana y abierta al razonamiento moral, la legitimidad de la cual no depende de la verdad de ninguna confesión religiosa en particular.
Esta solución es posible por los Fundadores americanos reconocieron preceptos morales generales que son comprensibles a la razón humana y no son menos aceptables para la fe en la forma de una revelación general de la creación. La moralidad común tanto a la razón natural como a la revelación divina, normalmente llamada ley natural, es el fundamento filosófico de la fundación americana.
Podemos ver este acuerdo entre razón y revelación en la Declaración de Independencia. Las libertades reconocidas en ella se deducen de una ley superior ante la cual debían responder todas las leyes humanas y por la que estaban limitadas. Esta ley superior se puede comprender por la razón práctica del hombre —las verdades de la Declaración se reputan “autoevidentes”—, pero también por la palabra revelada de Dios. Hay cuatro referencias a Dios en el documento: a “las leyes de la Naturaleza y el Dios de la Naturaleza”; a que todos los hombres son “creados iguales” y “dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables”; al “Juez Supremo del mundo por la rectitud de nuestras intenciones”; y a “la protección de la Divina Providencia”. El primer término sugiere una deidad que es sólo cognoscible por la razón humana, pero los otros —Dios como creador, como juez y como providencia— son más bíblicos y añaden (y de seguro que tenía la intención de añadir) un contexto teológico al documento.
Desde la perspectiva de la fe religiosa, hubo pleno entendimiento de que los principios básicos de la fundación, al nivel de los principios políticos, eran un acuerdo básico con los preceptos fundamentales de la Biblia. Que esto era así se ve claramente a través de muchos sermones religiosos publicados en la era de la fundación. Aunque no hemos sido nunca y no deberíamos intentar ser una nación definida por una denominación particular u oficial, no debemos olvidar nunca que, como la Corte Suprema dijo en 1952 (y reiteró en 1963 y de nuevo en 1984): “Somos un pueblo religioso cuyas instituciones presuponen un Ser Supremo”.
La salud y fortaleza de la libertad dependen de los principios, estándares y moralidad compartidas por prácticamente todas las religiones. Lo que la “separación de iglesia y estado” hace es liberar a las religiones de Estados Unidos —en lo referente a sus formas y enseñanzas morales— para ejercer una influencia sin precedentes en la opinión privada y pública al conformar las costumbres de los ciudadanos, cultivando sus virtudes y, en general, proveyendo de una fuente pura e independiente de razonamiento y autoridad morales. Es esto lo que Alexis de Tocqueville quiso decir cuando señaló que aunque la religión “nunca se mezcla directamente con el gobierno de la sociedad”, aún así determina los “hábitos del corazón” y es “la primera de sus instituciones políticas”.
Deberíamos recordar siempre que nuestra mayor bendición como americanos es la libertad de dedicarnos a nuestros eternos deberes para con Dios y la libertad de llevar a cabo su divina misión entre los hombres en la Tierra. Al igual que George Washington escribió la Carta a la Congregación Hebrea de Newport en 1790: «Que el padre de todas las misericordias derrame luz y no oscuridad en nuestro camino, y que nos vuelva a todos útiles en nuestras respectivas vocaciones aquí, y en Su propio tiempo y manera, felicidad eterna».
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