Hay distintos tipos de pacientes. Están los que tienen una enfermedad básicamente por su mala conducta. Están los que la contrajeron por alguna cuestión genética o aleatoria. Están los que necesitan un reto y también los que se sabe de antemano que van a hacer todo lo necesario para curarse.
Hay también distintos tipos de enfermedades. Las hay curables e incurables. También existen algunas gravísimas y otras no tanto. Pueden ser autoinfligidas, adquiridas, mortales, crónicas.
Si Argentina fuera un paciente, se trataría de uno que está muy grave y tiene una enfermedad que se buscó solito. Es un fumador empedernido con principio de enfisema. Un sedentario que come a diario fast food con diabetes e hiperobesidad. Su familia, sus amigos y hasta el médico le tienen que dar un buen reto. Está como está por sus propias faltas y errores. Tuvo un montón de llamados de atención, pero hizo caso omiso.
Por supuesto, si se hace análisis o estudios, todos los resultados van a ser preocupantes. Seguro habrá que darle las malas noticias.
Pero el punto es que nadie va al médico únicamente porque quiere que lo reten y le den pésimas noticias respecto de su salud. Puede que el baldazo de agua fría que es darse cuenta lo mal que se está sea el principio de un tratamiento, nunca puede ser su objetivo final. Vamos al médico porque tenemos la esperanza de curarnos.
Y la medicina moderna hoy nos ofrece posibilidades que hubieran resultado impensables apenas un par de décadas atrás.
Los liberales clásicos* a veces nos comportamos como un médico que sólo se concentra en darle al paciente malas noticias. Todo lo que nos importa es que el remedio va ser feo, el tratamiento doloroso y hacer sentir mal al paciente por lo que le pasa.
Tenemos, qué duda cabe, una gran frustración. Con el país. Con “la gente”. Con la decadencia de siete décadas (y contando). Con la realidad que nos toca. Pero sería un terrible error que nos amarguemos. Que nos volvamos unos resentidos.
Cualquier persona que ha atravesado un tratamiento médico por una enfermedad grave sabe que es difícil y que, obviamente, no es placentero. Hacer una rehabilitación para poder caminar no está bueno. Pero sería un error garrafal que médico y paciente se concentraran únicamente en los errores del paciente, que lo llevaron a estar postrado, y en lo arduo que va a ser el proceso de rehabilitación. Sería en el fondo un sado-masoquismo que le puede traer placer a un perverso pero que no va a generar lo necesario para progresar.
El punto que quiero hacer, a esta altura, es obvio. Los liberales tenemos la cura para los males de Argentina. Ese tiene que ser el foco de nuestra prédica. Cuando, probablemente en pos de no ser demagogos, nos enfocamos casi en exclusividad, en las privaciones que inicialmente un programa liberal puede causar nos olvidamos del fin. El fin es curarse, vivir una buena vida. Nosotros estamos por el triunfo del progreso por sobre la decadencia. De la vida sobre la muerte.
El capitalismo es la solución a nuestros males. Le ha funcionado a Nueva Zelanda, a Polonia, a Irlanda, a Chile, a Estonia y nos va a funcionar a nosotros cuando lo apliquemos.
Lo que tenemos que venderle a la sociedad los liberales es el punto de llegada, darle un horizonte. Hay una película muy buena con Jude Law, Joseph Fiennes, Ed Harris y Rachel Weisz llamada “Enemigo al acecho”. La misma se sitúa en el asedio nazi a la ciudad de Stalingrado. Hay una escena maravillosa en donde Nikita Kruschev, en ese momento “comisario del pueblo” enviado por Stalin para tratar de evitar la debacle, reúne a todos líderes políticos y militares y les pregunta qué proponen hacer para evitar que los jóvenes soldados rusos puedan resistir el asalto alemán. Las primeras propuestas son todas de orden represivo: más fusilamientos, castigos ejemplares, deportar a las familias de los desertores, etc. Pero un joven oficial propone “darles esperanza”, creando un periódico militar que narre los actos de heroísmo de un joven francotirador cuya puntería es casi perfecta.
Los liberales somos, por definición, los portadores de la esperanza. Nuestras ideas han transformado material y espiritualmente al mundo en los últimos doscientos cincuenta años de una manera sensacional.
Y la verdad es que el capitalismo está de maravilla.
Las sociedades capitalistas son más civilizadas, más seguras, más educadas, más prósperas y más libres que cualquiera de las alternativas. A la inmensa mayoría de argentinos que quieren vivir sin miedo por su hijos, por la inseguridad, por la desocupación y por la próxima crisis económica tenemos que convencerla que el camino es el del gobierno limitado y los mercados libres. El resto es más fracaso y decadencia.
Mientras la izquierda ofrece utopías que siempre terminan en tragedias y el populismo sólo tiene para dar un pobrismo exaltador de las villas-miseria, los liberales tenemos la llave del progreso, que no es más que liberar la energía creativa de cada ser humano y dejarlo seguir su plan de vida. Ciertamente, el camino a transitar entre la decadencia peronista y la prosperidad liberal puede tener algunos sacudones, pero el punto de llegada es absolutamente hermoso. No deberíamos obsesionarnos tanto con el temporal mal trago de la medicina sino evangelizar fanáticamente su asombrosa capacidad para curarnos.
© Libertad y Progreso
* Nota del editor: La correcta interpretación de las palabras liberalismo/liberalism dependerá de si el artículo fue originalmente escrito en inglés o en español. Para más detalles, lea: La definición de “liberalism” en Estados Unidos.