Desde la caída del Muro de Berlín y la subsiguiente desaparición de la URSS, la OTAN ha ido de mal en peor, caminando cual zombi sin más propósito estratégico que mantenerse en pie. Tras quedarse sin su enemigo principal, primero vinieron las misiones de apoyo a la paz, especialmente en los Balcanes, y luego, las misiones fuera de área, como en Afganistán y Libia. No sólo todas de dudosa eficacia, sino incapaces de frenar la divergencia estratégica de sus miembros y la creciente irrelevancia de la propia organización.
La OTAN fue una exitosa empresa estratégica mientras su objetivo fue disuadir a la URSS. Pero como organización de combate ha sido un desastre. Su primera guerra, la de Kosovo, se ganó a duras penas contra un enemigo claramente inferior, después de 70 días de bombardeos altamente dudosos tanto en su conducción como en su eficacia, y abriendo una brecha que ya no se cerraría más entre Estados Unidos y los aliados europeos.
La guerra de Irak de 2003 ahondaría aún más la división entre los aliados, abriendo en canal la organización y provocando que la OTAN se abstuviera en la práctica de estar presente en lo que fue el conflicto del siglo, de momento. A pesar de las implicaciones de seguridad para Europa.
La intervención en Libia, azuzada por franceses y británicos sólo fue apoyada militarmente por ocho países miembros, con el resto moviéndose entre el escepticismo y la crítica a la misma, y acabó provocando una inestabilidad estructural en ese país cuyo futuro se está jugando ahora mismo en lo que apunta ser una guerra civil en toda regla. La operación Unified Protector más que para llevar la paz a Libia sirvió para poner de relieve las carencias de material de las fuerzas armadas de los aliados europeos, así como el escaso apetito del entonces presidente Obama, para liderar acción militar alguna, inventándose aquellos de “leading from behind”. La OTAN no logró reunificar el país ni impedir nuevos brotes de violencia, dejando a Libia sumida en un estado de semicaos desde entonces.
A los despropósitos estratégicos de la organización habría que sumar también la guerra de Georgia en 2008, ya que se le hizo creer al presidente Shaakahsvili, que los aliados le respaldaban en su deseo de reocupar Osetia del Sur. Cosa que no sucedió cuando las tropas rusas se movilizaron a fin de impedirlo. Por no hablar de la guerra en Ucrania, a quien se le ofreció un estatus ambiguo de cara a la OTAN, con la falsa promesa de una integración ulterior. Ambigüedad que fue explotada diligentemente por Rusia para hacer con Crimea primero, y, después, para crear una zona de facto independiente en el Donbass, controlada por las milicias pro-rusas.
En fin, las sucesivas cumbres de la OTAN, así como las grandes declaraciones institucionales de sus dirigentes no se han visto acompañadas desde los años 90 más que por significativos recortes de los presupuestos de defensa de los países miembros y, más importante si cabe, de la progresiva desaparición de capacidades militares reales. La continuada cantinela de hacer más con menos y todos sus derivados conceptuales de “defensa inteligente” y demás, se ha sostenido sobre el telón de fondo de la realidad: hoy, sólo el Reino Unido y en menor medida Francia, puede sostener operaciones de combate de intensidad fuera de su territorio. Así de simple y claro.
No es de extrañar que Donald Trump desconfíe de sus aliados, a quienes acusa de aprovecharse del esfuerzo militar estadounidense y esté convencido de que la OTAN es una organización obsoleta (aunque haya matizado su calificativo públicamente).
Estos días en los que se cumplen 70 años de la creación de la OTAN, allá por 1949, los ministros de los estados miembros se han vuelto a reunir en Bruselas a fin de ensalzar el papel histórico que ha jugado la Alianza y celebrar el brillante futuro que aún aguarda a la organización. A pesar de que dos años después de prometer que todos sus miembros invertirían en defensa al menos el 2% de su PIB, sólo el Reino Unido, Grecia, Letonia y Estonia lo han cumplido. Y eso que su secretario general prometió que en 2018 7 aliados europeos ya sobrepasarían ese nivel de gasto. Es más, hoy sabemos que Alemania ha acordado mantener su gasto de defensa de aquí al 2022 en el 1’25% del PIB. Y de España, por debajo del 1%, mejor ni hablar. Más que una cumbre, la reunión parecía un aquelarre donde se pretendía resucitar a un muerto.
Con todo, la herida mortal no es no contar con los medios necesarios, que ya es grave de por sí, sino no tener una visión estratégica de qué se quiere hacer, a qué retos hay que enfrentarse y qué puede aportar una organización como la OTAN a una seguridad atlántica en un mundo post-atlántico. El mundo del 2019 no es el mundo de 1949, ni siquiera el de 1991 o el 2001. Y las instituciones, como cualquier ser vivo, por mucho que se resista a envejecer, acaba por llegar al fin de sus días. La OTAN hizo mucho por la seguridad occidental durante la Guerra Fría. Pero encaró mal quedarse sin sentido estratégico. Y por mucho que se empeñen algunos, la Rusia de Putin, por muy agresivo que se muestre, no puede ocupar el lugar de enemigo existencial que sí fue la URSS en su día.
La seguridad atlántica sigue siendo importante, particularmente para unos europeos estratégicamente indolentes y militarmente impotentes, pero la OTAN no es ya la institución a través de la cual preservar la seguridad. Es hora de agradecerle sus servicios, reconocer sus fallos y enviarla al merecido retiro. Es la hora de forjar nuevos lazos y nuevas alianzas.
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