He vivido estos días enloquecidos como la gran mayoría de mis compatriotas: con desconcierto, impotencia y asombro ante lo ocurrido y, no menos, ante el descriterio de quienes han tratado de legitimar e incluso han llamado a sumarse a la ilegalidad y al uso de la fuerza como forma legítima de protesta. Esos llamados, provenientes del Partido Comunista y de destacadas figuras del Frente Amplio, fueron detonantes decisivos del caos.
Y mi asombro no deja de crecer cuando veo cómo hoy se sigue llamando a manifestaciones y huelgas –huelga general desde este miércoles es la amenaza de los sindicatos dominados por el Partido Comunista y otras fuerzas radicales– en una situación tan caótica y amenazante como la que vivimos. Toda fuerza política y social responsable debería en este momento llamar a la calma y no echarle leña al fuego. Pero lamentablemente no es así.
Y lo más triste de todo es que en medio de todo esto tengo una penosa sensación de déjà vu, porque ya vi una vez cómo Chile se descarriló por la vía de la polarización y el enfrentamiento. ¿Será posible que esta larga franja de tierra ubicada entre los Andes y el Océano Pacífico se tropiece dos veces con la misma piedra?
Lo que hay que dejar bien en claro es el carácter minoritario y muy violento de lo ocurrido hasta ahora. El espectáculo del viernes recién pasado en Santiago era impresionante: grupos acotados, pero muy decididos y violentos, sembrando el caos y la gente caminando pacíficamente hacia sus hogares, sin sumarse a las protestas ni a los desmanes, sino sufriéndolos en carne propia.
Este no es un «estallido social», como algunos se empeñan en decir, sino el accionar con alto impacto de distintos grupos con fines muy diversos, pero que oportunistamente suman sus fuerzas. Nada positivo los une, sólo una voluntad negativa, de oponerse a algo. Y esto es lo que deberían pensar aquellos que se manifiestan pacíficamente: están alimentando un fuego que muchos otros atizarán y donde todos podemos terminar quemados.
Lo más preocupante de todo ha sido, por momentos, la sensación de pérdida de control, la señal de que el Estado de Derecho y el monopolio del uso de la fuerza han colapsado. Ello es lo que invita a los delincuentes y a las turbas al saqueo y al vandalismo, pero también a los vecinos a protegerse con palos o con lo que sea en los cientos de grupos de autodefensa ciudadana que se han formado en Santiago y otras ciudades chilenas. Así, la sociedad se transforma rápidamente en una selva.
La capacidad del Gobierno para enfrentar la situación es limitada. Especialmente cuando diversas fuerzas tratan de aprovechar el caos y la compleja situación que se vive para impulsar sus propias causas, en una especie de chantaje generalizado. Es un accionar altamente irresponsable, agudizar la crisis cuando las ciudades de Chile todavía arden.
El gobierno ha hecho, en lo fundamental, lo que tenía y podía hacer. Lo que no quiere decir que ello sea suficiente ni que todo se haya hecho bien. Decretar el estado de emergencia, movilizar a las Fuerzas Armadas e imponer el toque de queda por las noches fue fundamental. Deponer el alza de los pasajes de la locomoción colectiva en Santiago fue un buen paso, pero lamentablemente sirvió de muy poco, ya que quienes propulsan la espiral de protesta y violencia nunca tuvieron los 30 pesos del alza –de 800 a 830 pesos– en su mira sino, digámoslo francamente, deponer al gobierno. Porque de eso se trata.
Más que errar, el gobierno se ha visto desbordado por una situación que nadie, ni siquiera sus promotores más delirantes, previeron. Cuando eso ocurre es muy difícil encontrar salidas coherentes y eficaces. La tarea prioritaria de hoy es restablecer el orden, sin duda. Pero ello no será fácil y tendrá un costo que pocos gobiernos quieren pagar y que los extremistas, junto con la izquierda oportunista, van a utilizar a más no poder. Al mismo tiempo, es esencial buscar un acuerdo con todas aquellas fuerzas políticas y sociales dispuestas genuinamente a detener la escalada de polarización, enfrentamientos y violencia. Es hora de innovar porque la situación es muy grave y porque el futuro de Chile debe estar por sobre las banderías políticas.
Estoy convencido de que esta grave crisis redefinirá las coordenadas fundamentales de la política chilena, y creo que ello puede, si se aprovecha con coraje (como lo hizo Charles de Gaulle ante el Mayo del 68), ser una oportunidad. Pero también hay que entender que tanto la izquierda radical como la derecha radical saldrán fortalecidas de la crisis. Por ello es importante ofrecer alternativas que hagan hincapié en la racionalidad, la amistad cívica y el diálogo para lograr un desarrollo inclusivo, solidario y sustentable.
El inmovilismo político sería en estos momentos la perdición de Chile y le abriría de par en par las puertas a los populistas de derecha o de izquierda, con su retórica que agita los antagonismos y sus soluciones simples para problemas complejos. Si eso se hiciese realidad, sería una tragedia no sólo para Chile, sino para toda América Latina. Sería triste, muy triste, y entonces no cabría sino darle la razón a Santayana: «Aquellos que no pueden recordar el pasado están condenados a repetirlo».
Mauricio Rojas, exministro chileno.
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