Primer discurso inaugural de Ronald Reagan

En Washington DC, el 20 de enero de 1981

Para unos pocos de los que estamos hoy aquí ésta es una solemne y memorable ocasión; y sin embargo, en la historia de nuestra nación, es algo que ocurre con normalidad. La transferencia ordenada de la autoridad, tal como establece la Constitución, tiene lugar al igual que ha sucedido durante casi dos siglos y pocos de nosotros nos detenemos a pensar cuán singulares somos realmente. A los ojos de muchos en el mundo, esta ceremonia cuatrienal que nosotros aceptamos como algo normal no es sino un milagro.

Sr. Presidente, quiero que nuestros compatriotas sepan lo mucho que hizo Ud. para mantener esta tradición. Por virtud de nuestra cortés cooperación en el proceso de transición, Ud. le ha enseñado a un mundo expectante que somos un pueblo unido comprometido a mantener un sistema político que garantiza la libertad individual en mayor medida que cualquier otro, y yo le agradezco a Ud. y a su equipo por toda la ayuda prestada para mantener una continuidad, que es el baluarte de nuestra república. Los asuntos de nuestra nación siguen adelante. Este Estados Unidos se enfrenta a una aflicción económica de grandes proporciones. Sufrimos la más larga y una de las peores inflaciones sostenidas de nuestra historia nacional. Distorsiona nuestras decisiones económicas, penaliza el ahorro y arruina a esforzados jóvenes y jubilados por igual. Amenaza con destrozar las vidas de millones de nuestro pueblo.

Industrias ociosas mandan trabajadores al paro, causando miseria humana e indignidad personal. A aquellos que sí trabajan, se les niega una recompensa justa por su trabajo mediante un sistema fiscal que penaliza el éxito y evita que mantengamos plena productividad.

Pero, grande como es nuestra presión fiscal, no se ha mantenido a la par con nuestro gasto público. Durante décadas, hemos acumulado un déficit tras otro, hipotecando nuestro futuro y el futuro de nuestros hijos por la conveniencia temporal del presente. Continuar esta larga tendencia es garantizar tremendos cataclismos sociales, culturales, políticos y económicos.

Uds. y yo, como individuos, podemos, mediante el crédito, vivir más allá de nuestras posibilidades, pero sólo por un periodo de tiempo limitado. ¿Por qué, entonces, deberíamos pensar que colectivamente, como una nación, no estamos sujetos a esa misma limitación? Debemos actuar hoy para poder mantenernos mañana. Y que nadie se llame a engaño: vamos a empezar a actuar, a partir de hoy mismo.

Los males económicos se han cernido sobre nosotros a lo largo de varias décadas. No desaparecerán en días, semanas o meses, pero desaparecerán. Desaparecerán porque nosotros, como americanos, tenemos la capacidad ahora, como la hemos tenido en el pasado, de hacer lo que haga falta hacer para preservar este último y mayor bastión de la libertad.

En esta crisis actual, el gobierno no es la solución a nuestro problema. El gobierno es el problema. De vez en cuando, hemos estado tentados a pensar que la sociedad se ha vuelto demasiado compleja para ser manejada por el autogobierno, que el gobierno en manos de una élite es superior al gobierno de, para y por el pueblo. Pero si ninguno de nosotros es capaz de gobernarse a sí mismo, ¿quién de nosotros tiene la capacidad de gobernar a otro? Todos nosotros juntos, dentro y fuera del gobierno, debemos soportar el peso. Las soluciones que debemos buscar han de ser equitativas, sin señalar a un grupo para que pague el precio más alto.

Oímos mucho acerca de los grupos de interés. Nuestra preocupación debe dirigirse a un grupo de interés que ha sido desdeñado durante demasiado tiempo. No conoce límites sectoriales o étnicos ni divisiones raciales y cruza las líneas políticas. Se compone de hombres y mujeres que producen nuestros alimentos, patrullan nuestras calles, trabajan en nuestras minas y fábricas, educan a nuestros hijos, cuidan de nuestros hogares y nos curan cuando estamos enfermos: Profesionales, industriales, tenderos, encargados, taxistas y camioneros. Ellos son, en pocas palabras, «Nosotros el pueblo», este pueblo conocido como los americanos.

Bueno, el objetivo de esta administración será una economía sana, vigorosa y creciente que ofrezca igualdad de oportunidades a todos los americanos sin barreras surgidas del racismo o de la discriminación. Volver a poner América a trabajar significa volver a poner a todos los americanos a trabajar. Acabar con la inflación significa liberar a todos los americanos del terror de los costes de vida desbocados. Todos debemos tomar parte en el trabajo productivo de este «nuevo comienzo» y todos debemos compartir el botín de una economía revitalizada. Con el idealismo y la justicia que son el corazón de nuestro sistema y nuestra fuerza, podemos tener una América fuerte y próspera en paz consigo misma y con el mundo.

Así que, mientras empezamos, hagamos inventario. Somos una nación que tiene un gobierno, no al revés. Y esto nos hace especiales entre las naciones de la Tierra. Nuestro gobierno no tiene ningún poder excepto el que le otorga el pueblo. Es hora de corregir y dar marcha atrás al crecimiento del Estado que muestra signos de haber crecido más allá del consentimiento de los gobernados.

Es mi intención restringir el tamaño e influencia del aparato federal y pedir el reconocimiento de la distinción entre los poderes otorgados al gobierno federal y aquellos reservados a los estados o a las personas. Todos necesitamos recordar que el gobierno federal no creó a los estados; los estados crearon el gobierno federal.

Para que no haya malentendidos: Mi intención no es deshacerme del Estado. Es, por el contrario, hacer que funcione; que funcione con nosotros, no sobre nosotros; que esté a nuestro lado, no que cabalgue a nuestras espaldas. El Estado puede y debe ofrecer oportunidades, no ahogarlas; fomentar la productividad, no suprimirla.

Si nos fijamos en la respuesta a por qué, durante tantos años, conseguimos tanto, prosperamos como ningún otro pueblo en la Tierra, es porque aquí, en esta tierra, liberamos la energía y el ingenio individual de cada uno en mayor medida de lo que se había hecho jamás. La libertad y la dignidad del individuo han sido más asequibles aquí que en ningún otro lugar de la Tierra. El precio de esta libertad a veces ha sido elevado, pero nunca nos hemos negado a pagar ese precio.

No es por casualidad que nuestros problemas actuales sean paralelos y proporcionales a la intervención e intrusión en nuestras vidas derivadas del innecesario y excesivo crecimiento del Estado. Es hora de que nos demos cuenta de que somos una nación demasiado grande para limitarnos a sueños pequeños. No estamos condenados, como algunos quisieran hacernos creer, a un declive inevitable. Yo no creo en un destino que vaya a cumplirse sobre nosotros hagamos lo que hagamos. Yo creo en un destino que se cumplirá sobre nosotros si no hacemos nada. Así que, con toda la energía creativa a nuestra disposición, empecemos una era de renovación nacional. Renovemos nuestra determinación, nuestro coraje, nuestra fuerza. Y renovemos nuestra fe y nuestra esperanza.

Tenemos todo el derecho a tener sueños heroicos. Los que dicen que vivimos en una época en la que no hay héroes no saben donde mirar. Pueden ver héroes cada día yendo y viniendo de las puertas de las fábricas. Otros, un puñado, producen suficiente comida para alimentarnos a todos nosotros y a parte del extranjero. Pueden encontrar héroes al otro lado del mostrador, a ambos lados del mismo. Hay emprendedores con fe en sí mismos y en una idea que crean nuevos empleos, riqueza y oportunidad. Son individuos y familias cuyos impuestos mantienen al gobierno y cuyas donaciones voluntarias mantienen a la Iglesia, las fundaciones benéficas, la cultura, el arte y la educación. Su patriotismo es silencioso pero profundo. Sus valores sostienen nuestra vida nacional.

He usado las palabra «ellos» y «su» al hablar de esos héroes. Podría decir «Uds.» y «su» porque me estoy dirigiendo a los héroes a los que me refiero: Uds., los ciudadanos de esta bendita tierra. Sus sueños, sus esperanzas, sus objetivos serán los sueños, las esperanzas, los objetivos de esta administración, con la ayuda de Dios.

Reflejaremos la compasión que es parte tan importante de nuestra forma de ser. ¿Cómo podemos querer a nuestro país y no querer a nuestros conciudadanos y queriéndolos, ofrecerles una mano cuando caen, curarlos cuando están enfermos, ofrecerles oportunidades para hacerlos autosuficientes para que sean iguales de hecho y no sólo en teoría?

¿Podemos arreglar los problemas a los que nos enfrentamos? Bueno, la respuesta es un inequívoco y enfático «sí». Parafraseando a Winston Churchill, no presté el juramento que acabo de prestar con la intención de presidir durante la disolución de la mayor economía del mundo.

En los días venideros, propondré eliminar las barricadas que han encogido nuestra economía y reducido nuestra productividad. Se darán pasos encaminados a restablecer el equilibrio entre los diversos niveles de gobierno. Puede que el avance sea lento, medido en pulgadas y pies y no en millas, pero será progreso. Es hora de despertar otra vez al gigante industrial, devolver el gobierno a sus asuntos, y aligerar nuestro punitivo sistema fiscal. Y éstas serán nuestras primeras prioridades y, sobre estos principios, no habrá compromisos.

En la vigilia de nuestra lucha por la independencia, un hombre que podría haber sido uno de los más grandes entre nuestros Padres Fundadores, el Dr. Joseph Warren, presidente del Congreso de Massachussets, dijo a sus compatriotas americanos: «Nuestro país está en peligro, pero no hay que perder la esperanza […] De Uds. dependen las fortunas de América. Uds. decidirán las importantes cuestiones sobre las que se asentará la felicidad de millones que aún no han nacido. Actúen como merecen hacerlo». Pues bien, yo creo que nosotros, los americanos de hoy, estamos listos para actuar como merecemos hacerlo, listos para hacer lo que hace falta hacer para asegurar la felicidad y la libertad de nosotros mismos, de nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos. Y mientras nos renovamos en nuestra tierra, en el mundo verán que tenemos más fuerza. Seremos otra vez el modelo de libertad y la antorcha de esperanza para aquellos que ahora no tienen libertad.

Con aquellos vecinos y aliados que comparten nuestra libertad, estrecharemos nuestros lazos históricos y les aseguraremos nuestro apoyo y firme compromiso. Responderemos a la lealtad con lealtad. Nos esforzaremos en conseguir relaciones mutuamente beneficiosas. No usaremos nuestra amistad para imponernos sobre su soberanía, pues nuestra propia soberanía no está en venta. Y por lo que se refiere a los enemigos de la libertad, a esos que son potenciales adversarios, se les recordará que la paz es la más alta aspiración del pueblo americano. Negociaremos por ella, nos sacrificaremos por ella; no nos rendiremos por ella, ni ahora ni nunca.

Nuestro autocontrol no debería ser malinterpretado. Nuestra reticencia hacia el conflicto no debería ser confundida con una falta de voluntad. Cuando haga falta actuar para preservar nuestra seguridad nacional, actuaremos. Mantendremos la suficiente fuerza para prevalecer si llega el caso, sabiendo que si lo hacemos tendremos la mejor oportunidad de nunca tener que usar esa fuerza. Sobre todo, debemos darnos cuenta de que ningún arsenal, o arma en los arsenales del mundo, es tan formidable como la voluntad y el coraje moral de hombres y mujeres libres. Es un arma que nuestros adversarios en el mundo de hoy no tienen. Es un arma que nosotros, como americanos, sí tenemos. Que se enteren los que practican el terrorismo y los que rapiñan a sus vecinos. Me dicen que decenas de miles de encuentros para rezar tienen lugar en el día de hoy, y me alegro profundamente. Somos una nación bajo Dios, y yo creo que Dios quiso que fuésemos libres. Creo que sería apropiado y bueno que en todo día de investidura en años futuros se declarara un día de plegaria.

Ésta es la primera vez en la historia que esta ceremonia ha tenido lugar, como se ha dicho, en la Fachada Oeste del Capitolio. De pie aquí, uno contempla una vista magnífica, abriéndose a la especial belleza e historia de la ciudad. Al final de este espacio abierto están los altares a los gigantes sobre cuyos hombros nos alzamos.

Directamente delante de mí, el monumento a un hombre monumental: George Washington, Padre de nuestro país. Un hombre humilde que llegó a la grandeza a regañadientes. Él llevó a Estados Unidos desde la victoria revolucionaria hasta la naciente condición de nación. A otro lado, el Memorial a Thomas Jefferson. La Declaración de Independencia brilla gracias a su elocuencia. Y, después, más allá del Lago Reflectante, las dignas columnas del Memorial a Lincoln. Aquel que entienda de corazón el significado de Estados Unidos lo verá reflejado en la vida de Abraham Lincoln.

Más allá de esos monumentos al heroísmo está el Río Potomac y en su orilla más lejana las colinas inclinadas del Cementerio Nacional de Arlington con sus filas y filas de lápidas blancas con cruces o estrellas de David. No son sino una pequeña fracción del precio que se ha pagado por nuestra libertad. Cada una de esas lápidas es un monumento a los tipos de héroes a los que me refería antes. Sus vidas terminaron en lugares llamados Belleau Woods, el Argonne, Omaha Beach, Salerno y al otro lado del mundo en Guadalcanal, Tarawa, Pork Chop Hill, la Reserva Chosin y un centenar de arrozales y junglas de un lugar llamado Vietnam.

Bajo una de estas lápidas yace un joven, Martin Treptow, que dejó su trabajo en una barbería de pueblo en 1917 para ir a Francia con la famosa División Arco Iris. Allí, en el frente occidental, murió mientras intentaba llevar un mensaje entre batallones bajo el fuego de la artillería pesada.

Nos dicen que con su cadáver encontraron un diario. En la hoja de cortesía bajo el título «Mi Promesa», él había escrito estas palabras: «Estados Unidos debe ganar esta guerra. Por lo tanto, yo trabajaré, yo ahorraré, yo me sacrificaré, yo me esforzaré, yo lucharé animosamente sacando lo mejor de mí mismo como si la cuestión de la lucha mundial sólo dependiese de mí».

La crisis a la que nos enfrentamos hoy no requiere el tipo de sacrificio que a Martin Treptow y a otros tantos miles se les pidió. Requiere, sin embargo, nuestro mejor esfuerzo y nuestro deseo de creer en nosotros mismos y de creer en nuestra capacidad de llevar a cabo grandes hazañas; de creer que juntos, con la ayuda de Dios, podemos y resolveremos los problemas a los que ahora nos enfrentamos.

Y, después de todo, ¿por qué no deberíamos creerlo? Somos americanos.

Que Dios os bendiga y gracias.

 

© Traducción de Libertad.org