Si por ideología entendemos «el conjunto de ideas fundamentales que caracteriza el pensamiento de una persona, colectividad o época…», me pregunto si en el ámbito político son tantas las ideas, y tanta la diferenciación entre ellas, como para justificar tantos liderazgos, que en elecciones prometen llevarlas a término.
Aunque estamos empezamos la casa por el tejado, pues no somos abundantes en ideas sino en sujetos que pretenden mandar, poniéndose al servicio de cualquier ideología, porque, a buen seguro, nadie se acordará después de la elección. En mi opinión, vivimos un momento de ocaso de las ideologías; y ello porque de lo que carecemos es de ideas.
No podía ser de otro modo, cuando se considera una insensatez que alguien esté dispuesto a pensar. ¿Qué reacción se produce en la propia familia cuando el hijo, tras el resultado excelente en las pruebas de acceso a la universidad, comunica sus intenciones de estudiar filosofía? La crisis familiar está garantizada, y lo mejor que se oirá es que eso no sirve para nada.
En efecto, de hecho, sólo sirve para aprender a pensar, y para conocer cómo han pensado los grandes de la historia. Desde esa visión, no es extraña la escasez de ideas ni esa concesión, tan gratuita como equívoca, del apelativo de filósofo a personas que nada dicen porque nada tienen que decir, pues nunca dedicaron tiempo a pensar ni a contrastar la coherencia de su pensamiento.
La idea, en la medida que se mantenga como tal, nos obliga al respeto más exquisito, salvo que por caridad nos sintamos impulsados a desvelar el error de la misma. Un error basado en la incoherencia, oscurecida por el ansia de mandar, o por su desconexión con el mundo real.
Una ideología –pasamos de idea a ideología– que esté desconectada del mundo real en el que aspira a implantarse es verdaderamente un peligro público. Ideologías implantadas de espaldas a la realidad han sido capaces de sumir en la miseria a poblaciones y países con riquezas naturales y humanas que nunca habrían sospechado el fin que les esperaba; todo ello por una ideología que les prometía la felicidad permanente, sin esfuerzo alguno. Sin olvidar lo más importante: el espacio de libertad que el hombre libre precisa para vivir con dignidad, en ocasiones ignorado.
La sublime deificación del voto, considerando que, cuando es mayoritario, hace realidad lo que de suyo es imposible, ha llevado a la humanidad, en momentos históricos de vivo recuerdo, por abruptos derroteros que sólo la alienación determinó que fueran elegidos por la comunidad que tendría que sufrirlos.
A nadie se le escapa que, en determinadas circunstancias, someter al Parlamento la aprobación de la ley de la gravitación universal, por ejemplo, sería exponerse a su rechazo, sobre todo si además se informara de que Newton era de derecha o de izquierda. Formular políticas de espaldas a la realidad es asegurar su fracaso.
Y en economía eso pasa casi todos los días.