El PROBLEMA:
La administración Obama ha usado la recesión como excusa para una expansión histórica y permanente del gobierno y los déficits. Solamente durante la Segunda Guerra Mundial ha alcanzado Washington los actuales niveles de gasto (25% del PIB) y déficits (10% del PIB). Incluso después de una recesión, se espera que el gasto descontrolado mantenga los déficits presupuestarios anuales en más de $1 billón, lo cual podría resultar en tasas de interés muy superiores, dolorosos aumentos de impuestos, e incluso una crisis económica como la de Grecia. Más allá de nuestras propias consecuencias económicas, dejar esta deuda abismal a las futuras generaciones sería absolutamente inmoral.
LOS HECHOS:
- Gasto creciente. El gasto federal por familia, que ya ha pasado de $25,000 a $31,000 desde 2008, alcanzaría $36,000 en 2020 bajo los presupuestos del presidente Obama (ajustado a la inflación). Si el gasto crece $11,000 por hogar, los impuestos irán detrás.
- Deuda e impuestos. Incluso tras $3 billones de incrementos en la próxima década, los presupuestos del presidente doblarían la deuda nacional en más de $20 billones ($138,000 por hogar) en 2020.
- Gastar aumenta los déficits de larga duración. Incluso si se extienden todos los recortes de impuestos, los ingresos excederán el promedio histórico del 18% para el final de la década. La razón de que se proyecte que el déficit presupuestario aumente hasta un 6% del PIB sobre ese promedio en 2020 es que el gasto excederá a su vez su promedio histórico en un 6% del PIB. Casi todo ese incremento se dará en el Seguro Social, Medicare, Medicaid y el interés neto. Y los déficits se ampliarán incluso más si los legisladores repiten el crecimiento del gasto discrecional de la pasada década, un 79%.
LAS SOLUCIONES:
- Promulgar límites de gasto. Washington no tiene límites obligatorios de gasto. El gasto discrecional casi se ha duplicado desde que el Congreso dejó que sus límites de gasto expirasen en 2002. El gasto social crece cada año en piloto automático. Haber ignorado repetidamente las reglas de “Pagar a medida que se gaste” (PAYGO) ha hecho que esa restricción presupuestaria sea irrelevante. Mientras que el Congreso siga bajo presión de gastar, sus miembros necesitarán límites anuales para ayudarlos a fijar las prioridades y hacer las compensaciones necesarias. El Congreso debería promulgar un firme tope del incremento anual del gasto total del gobierno, limitándolo a la inflación más el incremento de la población. También debería incluir detectores de gasto como mecanismos de protección y otras protecciones similares para impedir a los legisladores que se salten este límite.
- Dejar de hacer un hueco aún más profundo. Una recesión no es excusa para un gasto federal irresponsable. Washington debería derogar el remanente de fondos del paquete de estímulo que ha fracasado en su tentativa de crear empleos y crecimiento. Cualquier nueva ayuda al desempleo debería compensarse con recortes de gasto en otro lugar. Lo que resta de los fondos del Programa de Ayuda para Activos en Problemas (TARP) debería rescindirse antes de ser asignados a nuevos gastos. Y aún más importante, los legisladores deberán derogar Obamacare, una bomba de relojería de gasto y déficit.
- Frenar los derechos a beneficios. El Seguro Social, Medicare y Medicaid son la causa del crecimiento del déficit a largo plazo. Es imposible frenar el gasto desbocado de forma significativa sin reformar estos programas de forma fundamental.
- Dar poder a los estados. Washington cobra impuestos a las familias, resta fuertes costos administrativos y envía lo que queda de los ingresos a los gobiernos estatales y locales dictando, con reglas específicas, cómo pueden y no pueden gastar el dinero. En vez de desempeñar mal muchas funciones, el Congreso debería concentrarse en hacer bien menos tareas. La mayoría de los programas de autopistas, educación, justicia y desarrollo económico deberían regresar a los gobiernos estatales y locales que tienen la flexibilidad para adaptar los programas locales a las necesidades locales (y así desempeñando esas funciones a menor costo para el contribuyente).
- Dar poder al sector privado. Cualquiera que ha tenido que hacer agún trámite en el correo o si ha vivido en viviendas públicas comprende lo derrochador, ineficaz y carente de capacidad de respuesta que puede ser el gobierno. La propiedad pública de empresas también expulsa, por concurrencia, a las empresas privadas y promueve que las entidades con protección tomen riesgos innecesarios. Después de prometer beneficios, los negocios de propiedad gubernativa pierden con frecuencia miles de millones de dólares, dejando a los contribuyentes la factura. Cualquier función gubernamental que puede encontrarse en las páginas amarillas puede ser candidata a la privatización. Washington también debería desarrollar un plan para vender tierras y activos sin uso, lo que debería incluir las presas propiedad del gobierno al oeste del país, los edificios infrautilizados y terrenos con posibilidades comerciales, propiedad de la Oficina de Administración de Tierras y el Servicio Forestal Nacional.
- Prohibir la beneficencia corporativa. Incluso antes de los rescates financieros, Washington gastó más en beneficencia para empresas ($90,000 millones) que en seguridad interior (70,000 millones). No hay justificación para cobrarles impuestos a los trabajadores americanos para luego subsidiar compañías rentables. El legislador podría empezar por reformar el mayor programa de asistencia de empresas en América — los subsidios agrícolas, que se distribuyen abrumadoramente a grandes y rentables agrocorporaciones más que a granjas familiares con problemas. Otros programas, como el Programa de Innovación Tecnológica (anteriormente conocido como el Programa de Tecnología Avanzada), deberían eliminarse.
- Eliminar las asignaciones clientelistas de fondos públicos y acabar con el derroche. Cada año, por ejemplo, Washington pierde $98,000 millones en errores de pagos y paga $25,000 millones para mantener propiedades federales vacantes. Washington también desvía $20,000 millones en proyectos clientelistas, corrompiendo el proceso legislativo al asignar dinero del contribuyente por amiguismo en vez de por mérito.
- Poner la paga federal al nivel de la del sector privado. No sólo hace el gobierno federal demasiadas cosas que estarían mejor en el sector privado y los gobiernos estatales sino que, para añadir el insulto a la injuria, paga a los empleados federales que llevan a cabo esas tareas sustancialmente más de lo que ganarían en el sector privado. La paga total — sueldo más beneficios — es de un 30 a un 40% más de lo que reciben los trabajadores del sector privado. El Congreso debería igualar los sueldos federales y poner la compensación total al nivel de las tasas del mercado. Hacer esto ahorraría al contribuyente unos $47,000 millones anuales.
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