La última polémica cultural en Estados Unidos ha sido la filtración de un artículo escrito por un ingeniero de Google que animaba a revisar la muy estandarizada y políticamente correcta política de diversidad e inclusión de la empresa. El autor, que se reconoce liberal en el sentido europeo, denunciaba la monocultura izquierdista de la compañía y utilizaba diez páginas para poner un ejemplo de su visión alternativa respecto a por qué había menos mujeres en el mundo de la tecnología. Sin negar el machismo, hablaba de que la distribución de intereses, habilidades y otras características personales no está repartida equitativamente entre hombres y mujeres por razones en parte biológicas, y que por tanto no cabe esperar que en un entorno sin discriminación ambos sexos estén igualmente representados.
Tras la filtración del artículo, no se ha hablado de otra cosa este fin de semana en Silicon Valley y alrededores. De modo que Google ha tenido que reaccionar. ¿Y qué ha hecho? Pues darle la razón, claro. La nueva vicepresidenta de Diversidad, que antes ocupó el mismo cargo en Intel, emitió un comunicado que, entre otras cosas, decía:
Parte de construir un entorno abierto e inclusivo implica promover una cultura en la que aquellos con visiones alternativas, incluyendo diferentes ideas políticas, se sientan seguros compartiendo sus opiniones. Pero ese discurso debe estar en línea con los principios de igualdad en el empleo recogidos en nuestro código de conducta, en las políticas y leyes contra la discriminación.
Vamos, que en Google puedes decir lo que quieras siempre y cuando digas lo que le parezca bien a la monocultura izquierdista que gobierna la empresa. Tienen todo el derecho, claro, pero no puedes pretender estar luchando duramente por la diversidad mientras al mismo tiempo trabajas para destruir la diversidad más importante: la de las ideas. Porque el ingeniero no ha dicho nada de lo que pueda inferirse que sea racista o machista. Tan sólo ha cuestionado una idea estúpida: que todas las desviaciones significativas entre el porcentaje de población de un grupo determinado (diferenciado por sexo, raza o lo que sea) y su representación en una profesión o una empresa son siempre debidas a la discriminación y sólo a la discriminación. Una idea estúpida, sí, porque jamás ha existido en toda la historia una sociedad en la que todas sus divisiones estuvieran equitativamente representadas en todas las facetas de la vida.
El problema, claro está, es mucho más amplio. Lo sufrió Brendan Eich, el genio que inventó Javascript, cuando su posición contraria al matrimonio homosexual provocó una furiosa campaña en su contra que terminó con su despido. La izquierda ha conseguido que la oposición a muchas de sus posiciones políticas y morales sea equivalente a ser machista, racista, fascista, discriminatorio y culpable de discurso de odio en muchos lugares. Uno de ellos es California, y especialmente Silicon Valley. Lo cual es un problema cuando empresas como la propia Google, Facebook o Twitter tienen una posición tan importante a la hora de regular el discurso que se admite en el ágora global que es internet.
Tenemos muchos ejemplos de a dónde puede llevar esa monocultura izquierdista. Youtubers y tuiteros censurados no por insultar o promover la violencia sino por disentir del pensamiento políticamente correcto, mientras que otros youtubers y tuiteros situados a la izquierda han disfrutado de barra libre para acosar e insultar sin ser molestados. O el etiquetado de noticia falsa en Facebook puesto por medios de izquierdas. En los albores de internet, la discusión estaba básicamente descentralizada, sin embargo los algoritmos de búsqueda y las redes sociales, indudablemente útiles como son, han supuesto una recentralización en unas empresas que viven en la fe del progresismo militante. Pero al parecer de lo que debemos preocuparnos es de que un ingeniero anónimo en Google no se trague entero el cuento del feminismo. Claro.