La NASA, el gasto público y el futuro

Es 1958. Estamos en plena guerra fría. El decorado de cartón piedra del parque temático comunista de los soviéticos está en pleno auge. Y como atracción pirotécnica principal del parque, la carrera espacial. Al otro lado del mundo, el presidente de Estados Unidos, Dwight Eisenhower, firma el 29 de julio de ese año la creación de la Administración Nacional de la Aeronáutica y del Espacio (NASA) sin escatimar en gastos. Sólo hay una misión: llevar un hombre al espacio antes que los soviéticos y demostrar así la superioridad práctica y moral de los Estados Unidos de América sobre la Unión Soviética. No será fácil, tan sólo hacía un año que los rusos habían puesto en órbita el Sputnik 1.

La primera en la frente

Yuri Gagarin, un piloto militar a bordo de la nave Vostok 1 da una vuelta completa a la tierra por fuera de la atmósfera, en el espacio. Es el 12 de abril de 1961 y la bandera soviética brilla más cerca que nunca del sol mientras la NASA, incapaz de adelantarse, cosecha un fracaso rotundo y vergonzoso. Hace falta un nuevo objetivo más lejano, más grande, más atractivo. Ningún político hubiera desaprobechado la oportunidad. Una excusa estratosferica para gastar ingentes cantidades de dinero. «Elegimos ir a la Luna. No porque sea fácil, sino porque es difícil». Y junto a estas palabras, John F. Kennedy asegura que será «en esta década».

Es septiembre de 1962 y tan sólo quedan 8 años para conseguir la proeza. Durante este tiempo se pone a disposición de la agencia espacial una cantidad indecente de dinero. Se llega a utilizar cerca del 5% de todo lo recaudado por el gobierno federal. Al menos, esta vez, sirve de algo. «Un pequeño paso para el hombre, un gran paso para la humanidad». El 20 de julio de 1969 Neil Armstrong pronuncia estas palabras mientras flota como un holograma ante millones de espectadores de todo el mundo. Según su propio hermano, la frase correcta debería haber sido «un pequeño paso para UN hombre…».

Los nervios del directo. Unos días después, los tres tripulantes del Apolo 11 regresan a la tierra sanos y salvos. 110 mil millones de dólares hacen posible que por fin Estados Unidos demuestre al mundo su superioridad sobre la URSS. En plena cresta de la ola, el director de la NASA, Thomas Paine, tiene planes muy ambiciosos para el futuro cercano: vuelos tripulados a Marte, estaciones espaciales con cien tripulantes, hombres en órbita lunar constante… Una visión rutilante de la humanidad expandiéndose y colonizando el sistema solar en las próximas décadas. Sin embargo, no cuentan con la paradoja de que, gracias a su deslumbrante triunfo, la NASA deja de ser interesante para los políticos.

La época de los transbordadores

Nixon está decidido y quiere recortar el gasto en los proyectos con tripulación humana. Supone una inversión enorme y lo importante ya se ha conseguido. Sin embargo, lo rusos, no opinan igual. Su prestigio internacional flaquea y la carrera espacial es una base fundamental de su propaganda. Como reacción, la administración norteamericana se marca un nuevo objetivo. Es menos ambicioso y más práctico, pero de gran calado en la opinión pública: los transbordadores espaciales. Aviones supervitaminados capaces de salir de la atmósfera, orbitar a una distancia máxima de 650 Km durante más de dos semanas, y aterrizar en la Tierra como si nada.

El Challenger (1986) y el Columbia (2003) dejan 14 astronautas muertos y miles de millones en perdidas

El periodo de utilización de estas naves se extiende hasta 2011 gastando 198 mil millones de dólares. El proyecto más caro de la NASA. Gracias a él, por ejemplo, se pone en órbita y se repara, el telescopio Hubble. Estamos en la década de los 90. Corren otros tiempos. Los rusos habían mostrado al mundo sus vergüenzas y la guerra fría estaba congelándose. Así que, rusos y americanos deciden sumar su gasto público para construir la Estación Espacial Internacional a los que se unen Japón, Europa y Canadá. El ultimo de los grandes retos tripulados de la NASA. Pero este programa de transbordadores ha deparado mucho sufrimiento a los americanos. En sendos accidentes, el Challenger (1986) y el Columbia (2003) dejan 14 astronautas muertos y miles de millones en perdidas. Pese a todo, durante sus tres décadas de funcionamiento, consigue finalizar 135 misiones con más de 300 astronautas como tripulantes. Pero las modas cambian y los intereses políticos aún más. La opinión pública mira hacia abajo, hacia la Tierra y ya no interesa el espacio. Obama lo tiene claro. Nada más llegar al poder cierra definitivamente el programa de los transbordadores.

No sólo humanos

Mientras la NASA pone un hombre en la luna o construye la Estación Espacial Internacional es capaz de diseñar más de 1000 misiones no tripuladas. La mayoría de ellas para estudiar nuestro sistema solar. Algunas son sólo sondas que miden o fotografían a distancia, pero otras están diseñadas para posarse en los planetas y desplazarse por ellos. La primera que llega a Marte, es la Viking 1, pero la de mayor repercusión es la misión Mars Pathfinder.

Internet está ya implantado con fuerza en la sociedad y su llegada ya no se retransmite por la tele. Un pequeño Wall-e solitario, en la inmensidad del planeta rojo, obedeciendo incansablemente las instrucciones desde la Tierra mientras millones de personas lo siguen por las redes sociales. La misión debe durar como mucho un mes pero el róver Sojourner resiste casi tres hasta que deja de comunicar datos. Todos los planetas del sistema solar son estudiados de cerca hasta que se decide ir más allá de Neptuno. La Pioner 10, con una placa destinada a contactar con los extraterrestres y diseñado por el divulgador Carl Sagan se lanza con destino: «el infinito y más allá». Siempre han sabido cómo abrir los telediarios.

Un futuro, como mínimo, incierto

Son ya 60 años de existencia. Los recuerdos de sus hazañas y desgracias están marcadas a fuego en las retinas de medio mundo, y sus siglas, forman parte del vocabulario de cualquier idioma. Sin embargo, el presente es dudoso y futuro incierto. El monopolio de las actividades espaciales han dejado de ser competencia estatal.

Empresas como Space X (Elon Musk), Blue Origin (Jeff Bezos), Virgin Galactic (Sir Richard Branson), Arianespace o Planet Labs han acaparado las actividades espaciales. Como en tantas facetas de la dinámica social, el monstruo estatal, lento, caro e ineficiente, ha sido incapaz de mantener su posición de privilegio monopolístico ante el empuje de empresas privadas con costes operativos infinitamente menores y desarrollos tecnológicos incomparables. Y por si esto fuera poco, la NASA ha perdido también su capacidad de liderazgo e iniciativa en los grandes proyectos de futuro. La llegada del hombre a Marte o los viajes turísticos al espacio son promesas lideradas por empresas privadas que han desplazado a la NASA a una posición de mero espectador privilegiado. Me temo que su papel ha pasado de estrella rutilante de la escena mediática a viejo rockero ataviado con ropa trasnochada, observando desde la lejanía de la grada, el concierto de las nuevas estrellas quinceañeras.

 

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