Mientras los ojos estaban puestos en Francia y la Eurocopa, el yihadismo planeaba un nuevo ataque en suelo norteamericano, esta vez en la Costa Este, en Orlando, la meca del turismo familiar e infantil. Como suele ocurrir cada vez que un yihadista comete un atentado en Estados Unidos, el presidente Barack Hussein Obama apunta a todas direcciones y se niega, en primera instancia, a considerar el islam radical como el agresor, culpando a todo tipo de factores por la matanza. En este caso, otra vez, a las armas. Pero las armas no matan; las personas que aprietan los gatillos, sí.
Y de nuevo nos encontramos ante un musulmán. En este caso, nacido en Estados Unidos, de padres afganos. Aún peor, según avanzan las investigaciones, era conocido por sus vinculaciones con el yihadismo. A su padre se le puede ver en un canal que tiene en YouTube vestido de militar, simulando ser el presidente de Afganistán y alabando a los talibanes. Del hijo, se conoce que estuvo en el seminario sobre conocimiento del islam de Marcus Dwayne Robertson, un exmarine sospechoso de reclutar yihadistas para operaciones de terrorismo suicida. También se sabe que el criminal, Omar Siddiqi Mateen, se reunió dos días antes del atentado con Imán Shafiq Rahmán en el Centro Islámico de Fort Pierce, una tranquilo pueblecito costero a una hora y poco de Orlando. De dicho centro salió Moner Mohammad Abu Salha, un joven nacionalizado americano que se voló en un atentado en Siria en 2014. Los dos jóvenes se conocían, y por eso el FBI había vigilado a Omar. Con todo, el FBI fue incapaz de decir que se trataba de un ataque terrorista islamista durante demasiadas horas. Terrorismo sí, pero sin calificativos.
Esta historia no es gratuita. Pone de relieve dos cosas: la primera, que la corrección política y el rechazo del presidente Obama a admitir que el yihadismo, el islamismo radical, existe y es una amenaza real, mata. Su programa para reemplazar las investigaciones sobre el yihadismo bajo el nombre de contrarradicalización y extremismo sólo ha servido para poner el énfasis en no discriminar a los musulmanes y no para frenar la amenaza yihadista; la segunda, que el esfuerzo de todos los líderes occidentales en subrayar que el islam es una religión de paz es un autoengaño que sólo promete más destrucción en nuestros países.
Como se ha visto en San Bernardino y ahora en Orlando, la segunda generación de musulmanes en América se comporta como lo hace en Europa, con una fuerte predisposición al fundamentalismo religioso y una gran tentación por tomar el camino de la radicalización. Habida cuenta del creciente número de ciudadanos en esta tesitura, la tarea de inteligencia y policial es ingente; pero la buena noticia es que, con un programa agresivo de inteligencia humana y una mayor sofisticación de la electrónica, se puede combatir. Eso sí, hay que levantar los vetos políticos para dejar trabajar a las unidades contraterroristas. Por ejemplo, suele asumirse que los jóvenes convertidos al yihadismo y al terrorismo lo hacen normalmente a través de un proceso de autoaprendizaje online. O lo que es lo mismo, imposible de detectar. Pero la estadística nos dice todo lo contrario.
El estudio más detallado hasta la fecha sobre los casos yihadistas es Islamist Terrorism in Europe, de Petter Nesser. En él se comprueba que el factor determinante de la captación y radicalización no es Internet, sino un conocido, normalmente un familiar, quien es el encargado de dar legitimidad moral y psicológica al reclutamiento. También sabemos por investigaciones del FBI que en todos los casos se produce un cambio de hábitos, que afecta también a la vestimenta, fácilmente observable por su entorno. Por último, los servicios de inteligencia israelíes han podido comprobar cómo en la mayoría de los atentados con cuchillos de los últimos meses los terroristas habían modificado su perfil en Facebook y hecho comentarios sobre sus intenciones en su entorno de familiares y amigos.
Es decir, adelantarse a los yihadistas no es imposible. Basta con mirar donde hay que mirar. Pero eso es, precisamente, a lo que nos negamos los occidentales, que preferimos la cantinela del lobo solitario y de que no se puede mezclar religión con terrorismo. Justo el discurso que hemos visto ayer por boca del líder de la mezquita de Orlando, de quien hay vídeos en YouTube en los que justifica la pena de muerte para los homosexuales, dicho sea de paso. Creerse a estas alturas que no hay relación directa entre las enseñanzas del islam en mezquitas y madrasas y el terrorismo yihadista es una ingenuidad letal.
Conviene aquí una reflexión sobre el riesgo que suponen las sucesivas olas de refugiados provenientes de países en plena guerra civil religiosa, como Siria e Irak. Como hemos podido observar ya en numerosos casos, aquí se cumple a las mil maravillas el principio del Dr. House, a saber, «todos los pacientes mienten». Basta darse una vuelta por Facebook para encontrar perfiles de yihadistas haciendo violenta gala de su profesión (con armas, vestidos de paramilitares, con cabezas decapitadas y otras lindezas similares) que han acabado como refugiados en suelo europeo. Con nombres e identidades falseadas. No sería imposible poner en marcha una serie de filtros que pudieran discriminar efectivamente quién es quién entre todos los que quieren llegar al continente europeo. Bastaría con hacer algunas preguntas bastante sencillas para conocer, por ejemplo, si mienten sobre su lugar de origen (como cuánto se tarda andando de tal sitio a tal otro), así como vigilar las redes sociales. Gracias a Dios, los yihadistas son muy exhibicionistas y dejan un rastro relativamente sencillo de seguir. Desgraciadamente, el escrutinio no se hace de manera eficaz, imbuidos como estamos de buenismo y amor al prójimo. Pagamos por acoger pero somos incapaces de financiar un buen programa de detección en las fronteras.
La cantidad, decía Lenin, en algún momento se vuelve calidad. Y es verdad. Incluso imaginando el escenario más rosa y benigno de que los cientos de miles de refugiados (en realidad, emigrantes, hasta que se les conceda dicho estatuto legal) son pacíficos, no están involucrados en episodios violentos y no nos traen a casa sus tensiones bélicas, ¿qué podemos esperar de sus hijos, a tenor de lo que conocemos de los emigrantes musulmanes de segunda generación? Aún peor, a diferencia de la primera generación instalada en Europa, motivada por razones de progreso económico, los nuevos emigrantes parten de una radicalización ya presente y viva en sus países de origen. Han estado expuestos a las ideas yihadistas como nunca antes. Su interpretación del islam ya es más radical.
Por último, los comentarios que hemos visto en estas horas dicen mucho de la izquierda mundial y mucho más -y peor- de la española. No creo que haga falta comentar el tuit de Alberto Garzón, el líder de Izquierda Unida de España, culpando al «heteropatriarcado» de la matanza de Orlando. Pero es una constante el deseo de exculpar al islam, ese islam que, en Irán, cuelga a los gays de las grúas en plena vía pública. Faltos de proletariado autóctono, parecería que necesitasen importarlo del islamismo.
La reivindicación por parte del Estado Islámico, organización que no suele mentir en estas lides, nos vuelve a recordar, otra vez, que lo que ocurre en el Medio Oriente no es algo distante y de lo que podamos olvidarnos. Al frente exterior se suma un frente interior en Europa, América, Australia y en todo aquel lugar en el que encuentre oposición a sus macabros designios. Hay quien piensa que, en la medida en que la presión militar sobre su territorio se incrementa (gracias, sobre todo, a Rusia e Irán), el Estado Islámico multiplicará sus acciones fuera de sus fronteras, en nuestro suelo. Tal vez. Su lógica nunca ha sido entendida por completo. Lo que sí es claro es que una cosa es el Estado Islámico, al que se puede destruir militarmente, y otra el yihadismo: la lucha contra este último tiene que ser mucho más general y compleja. El combate contra la yihad requiere de un espíritu de entomólogo: hay que prestar atención a los pequeños detalles (el trabajo perfecto para la policía) y hay que tener la habilidad y el arte de combinar esos detalles en una pauta de comportamiento general (en teoría, el papel de la inteligencia).
Por último, es preciso que las Fuerzas Armadas actúen sobre los nidos de los terroristas cuando se encuentren fuera de nuestras fronteras. Lo que no hay que hacer es gastar el dinero de nuestros Ejércitos y de los cuerpos de seguridad del Estado, amén de la inteligencia, en un supuesto humanitarismo que sólo nos acerca la violencia, el terror y la muerte a nuestras casas.
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