En su primer Discurso sobre el Estado de la Unión, el presidente Trump explicó más detalladamente su promesa de campaña sobre la reconstrucción “de nuestras desmoronadas infraestructuras». Si bien el discurso no fue muy específico en cuanto a detalles, el presidente dejó en claro la escala de sus aspiraciones aumentando su objetivo total a un billón y medio de dólares en nueva inversión, muy por encima de lo que comenzó como una promesa de $550 millones y se asentó en $1 billón. Con su administración lista para lanzar su propuesta en las próximas semanas, Trump tendrá la oportunidad de cumplir su promesa.
Pero quizás más importante que comprometerse a construir «nuevos relucientes caminos, puentes, carreteras, vías férreas y vías fluviales por todo nuestro territorio», la administración debería comprometerse a reestructurar fundamentalmente la anticuada forma en la que el gobierno federal financia y supervisa la infraestructura del país.
Si bien los detalles siguen siendo poco claros, al parecer el plan de la administración es gastar en un principio $200,000 millones en 10 años, con la esperanza de motivar a los gobiernos locales y al sector privado a poner $800,000 millones para alcanzar el objetivo de un billón y medio de dólares que busca el presidente.
Pero para empezar, ¿por qué la administración cree que es necesario que el gobierno federal desvíe miles de millones más para infraestructura, especialmente en el actual clima fiscal?
Los propios datos del gobierno sobre importantes infraestructuras revelan que lejos de estarse «desmoronando», los puentes de la nación están mejorando a buen ritmo, las principales autopistas están bien pavimentadas y los aeropuertos son capaces de transportar a más personas que nunca. (Aunque se podría perdonar a la gente que frecuenta los ineptos aeropuertos públicos de Nueva York por pensar que son pésimos). El gasto público total en infraestructura ha crecido un 200% (incluida la inflación) desde finales de la década de 1950, al tiempo que sigue siendo una parte estable de la economía.
La justificación de empleos «de rápida implementación” suena aún más hueca: El desempleo se sitúa en el 4.1%, su punto más bajo desde el año 2000. De hecho, muchos contratistas han informado sobre la escasez de mano de obra calificada.
Esto no significa que no se pueda hacer nada; en algunos aspectos, la infraestructura de Estados Unidos es inferior a la de otras naciones. Pero eso no se debe a que el gobierno federal esté de brazos cruzados. Más bien es porque está estorbando en medio del camino. Aunque el gobierno federal representa solamente una cuarta parte del gasto en infraestructura de Estados Unidos, está inmiscuido en casi todo tipo de infraestructura a través de extensas regulaciones, mandatos y control político. Los dictados federales comienzan antes de que las palas empiecen a cavar: Qué estudios deben completarse, dónde pueden obtenerse los materiales y los contratistas, etc., y proliferan durante el proceso de la construcción misma.
Pero el control federal no acaba al finalizar el proyecto, sigue mandando en todo, desde los estándares de seguridad hasta qué imagen pueden proyectar los aeropuertos en los anuncios o la cantidad de estilo artístico que las ciudades pueden agregar a sus aceras.
Por lo tanto, la mejor manera de mejorar la infraestructura de la nación no es insistir con el mismo modelo sino que hay que ampliar la muy anunciada reversión de las regulaciones federales del presidente al campo de la infraestructura para dar rienda suelta a grandes proyectos de inversión.
Informalmente, la administración deberá centrarse en las regulaciones que innecesariamente aumentan el costo de los proyectos financiados con fondos federales. Éstos incluyen la Ley Davis-Bacon y los acuerdos laborales del proyecto, que aumentan significativamente los costos laborales. Las leyes proteccionistas que aumentan aún más los costos y limitan la competencia, como Buy American y la Ley Jones, también deberían reducirse. Erradicar estos impedimentos podría ahorrar más de $100,000 millones, que podrían reinvertirse en proyectos de importancia nacional.
Los aeropuertos son un caso de libro. Mientras que los aeropuertos privados sirven eficientemente a la mayor parte del tráfico en Europa, los aeropuertos públicos en Estados Unidos están atados de pies y manos por Washington, que usa los impuestos de aviación que recaba y los redistribuye como una porra. Dar a los aeropuertos una mayor autonomía, especialmente en la recaudación de sus propios ingresos como sucede en otros países, sería enormemente beneficioso. Lo mismo ocurre con permitir a los usuarios pagar por las mejoras en la infraestructura de las vías navegables del país, que se ha visto estrangulada por un mecanismo de financiación federal inadecuado.
Fomentar el financiamiento directo de los usuarios y la sociedad público-privada mediante la derogación de la prohibición federal de peaje en las autopistas interestatales tendría un objetivo similar. Esto es especialmente importante, ya que el gobierno necesita mirar más allá del regresivo y cada vez más obsoleto impuesto a la gasolina como fuente de financiación para reparar las carreteras.
Para los políticos hacer reformas audaces no siempre es más fácil que gastar dinero, sin importar cuán improductivo sea. Pero si Trump realmente quiere ser recordado como reconstructor, tal vez el mejor plan de acción a su alcance sea liberarnos de las cadenas federales y permitir que surja un sistema descentralizado de mercado.
La optimización de los engorrosos procesos de revisión medioambiental también haría que una amplia gama de proyectos sobreregulados se acometieran mucho más rápidamente. Reduciría enormemente los costos de construcción, aumentaría la certidumbre y liberaría cientos de miles de millones en inversiones actualmente extraviados en un proceso que a menudo toma una década o más.
Más fundamentalmente, la administración debería reformar el malogrado paradigma de financiación vertical de la infraestructura. El actual sistema de financiación de gran parte de nuestra infraestructura consiste en el gobierno actuando como impertinente intermediario: Recauda masivos impuestos entre los usuarios de la infraestructura, expone los ingresos a la intromisión de la burocracia y del Congreso y luego los redistribuye para proyectos de infraestructura plagados de mandatos. Dejar que los usuarios paguen directamente por la infraestructura que usan sería mucho más simple, preciso y eficiente — si sólo lo permitieran.
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