«Los caballeros sólo defienden las causas perdidas».
Lo dijo Borges, a quien le encantaban las ocurrencias. Me gusta recordarlo con relación a Taiwán. Se trata de una causa hermosa y perdida. Es una pequeña isla, del tamaño de Cataluña, con 23 millones de habitantes, que ha logrado simultáneamente el milagro del desarrollo y de la democratización.
Pasó de ser un pobre país agrícola tiranizado, primero por los japoneses y luego por el Kuomintang, a una nación próspera, altamente industrializada y esencialmente democrática. Lo que no ha conseguido es que la reconozcan como una entidad independiente. China continental lo impide con su impresionante chequera y su creciente mercado de 1,300 millones de personas.
En 1969, 71 Estados reconocían a Taiwán y sólo 48 a la China comunista. Era la China menesterosa de Mao. Hoy la menguante estrategia diplomática de Taiwán se asienta en parte de Centroamérica más Paraguay y Haití, y en algunos hermosos cayeríos del Pacífico dotados de bandera y asiento en la ONU. Sólo 17 Estados reconocen a Taiwán mientras que 177 se han abrazado a la República Popular China.
El último país en renunciar a los vínculos con Taiwán es El Salvador. Poco antes lo habían hecho República Dominicana y Panamá. Quien inició la estampida fue Costa Rica en 2007, en el segundo gobierno de Óscar Arias. Quedan en el redil Guatemala, Belice, Honduras, y, sorprendentemente, Nicaragua. Los cuatro acabarán dándose de baja. Es cuestión de tiempo y de ofertas.
Al FMLN (Farabundo Martí para la Liberación Nacional), un partido de raíces comunistas que gobierna el país, le hicieron una oferta magnífica. China convertirá al Salvador, la nación más pequeña de América Latina (21,000 km2), en el centro de distribución de los productos chinos para toda la región.
El proyecto aprobado incluye un puerto capaz de recibir un millón de contenedores todos los años, cuatro parques temáticos y cuatro centros relacionados con la economía. La transformación se hará en una gran franja del litoral de 2,787 km2 (el 12% del territorio), cuyos derechos de explotación El Salvador deberá entregar durante un siglo a los desarrolladores chinos.
Al mismo tiempo, se construirá un puerto en Honduras, en la costa atlántica, conectado por ferrocarril con el salvadoreño, para crear un “canal seco” entre los dos océanos.
La construcción generará miles de puestos de trabajo, de los cuales un 20% vendrá de China y un 80% será reclutado localmente. Para el FMLN, que gobierna el país desde 2009, y en el que su actual presidente, Salvador Sánchez Cerén, como buen comunista (y lo dijo en una entrevista hace algunos años) no cree en perder elecciones y entregar el poder, ésta será la oportunidad de generar un sistema clientelar que le permita a su partido mantenerse en el gobierno indefinidamente, cubierto por un manto aparentemente democrático. Los trabajos y la mayor parte de los beneficios serán para los partidarios de la organización.
Ése es el gran problema de los negocios hechos con la China comunista. No pacta con las sociedades, sino con ciertos gobiernos. Como se trata de un sistema de partido único y falta total de libertades, donde puede, prefiere negociar con sus iguales sin advertir que la única garantía del buen funcionamiento de la economía a largo plazo es la existencia de una sociedad transparente, regida por la meritocracia, en la que exista un poder judicial independiente que solucione dentro de la ley las inevitables disputas que afloren.
En Venezuela, la China comunista olvidó esta lección de la Historia y ese hueco negro de la economía, controlado por una legión de rateros, se tragó irresponsablemente miles de millones de dólares duramente trabajados por el pueblo chino. En El Salvador le ocurrirá lo mismo.