Así parece. Cada día que pasa se incrementa la lista de los cleptócratas venezolanos señalados como indeseables por Estados Unidos y la Unión Europea. No es sólo una cuestión de hostilidad política. Existe una reacción internacional contra la corrupción. Washington y Bruselas se la han tomado en serio. No es un fenómeno coyuntural. Es una práctica que continuará y se expandirá hasta que todas las naciones la imiten más o menos voluntariamente.
Numerosos políticos, a lo largo y ancho del planeta, no entienden que se está terminando la etapa de la impunidad con los delitos relacionados con la corrupción en el ámbito público. Durante milenios, la norma era que quien ostentaba la jefatura del Estado se repartía la mayor parte de las rentas con los poderosos. El monarca y su camarilla enriquecían a los cortesanos y éstos los sostenían en sus cargos. Los nobles ni siquiera pagaban impuestos, pero tenían entre sus obligaciones apoyar al rey en sus aventuras militares.
Así sigue ocurriendo en las dos terceras partes del mundo. En ese universo corrupto existe una alianza secreta entre el poder político y el económico. Incluso, en las naciones en las que tal cosa no se permite, se acepta que las empresas sobornen a los funcionarios y políticos de países en los que se practica la corrupción. En Alemania, hasta hace pocos años, era legal pagar “comisiones” en el extranjero a quienes decidían las licitaciones.
En España, donde el bipartidismo está a punto de colapsar debido a la corrupción de conservadores y socialistas, se supo que los Bancos BBVA y Santander financiaron ilegalmente la elección de Hugo Chávez en 1998 con un millón de dólares cada entidad. Adquirían (inútilmente) protección, como se había hecho siempre en la etapa democrática de Venezuela. Sólo que en esa oportunidad “era comprar soga para su pescuezo”.
Me dijo, preocupado, un empresario español de una multinacional: “Vaya Ud. a hacer negocios a América Latina, África, Asia y al mundo árabe sin ofrecer sobornos. No se come ni una rosca”. Incluso, eso era lo que sucedía en la propia España hasta hace pocas décadas, cuando ni siquiera estaba tipificado el delito de “tráfico de influencias” y la transición a la democracia se financió ilegalmente alimentando a los partidos políticos al margen de las leyes.
Pero como todo evoluciona, incluidos los hábitos y costumbres, los políticos estadounidenses han globalizado la influencia adecentadora con su “Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero” (Foreign Corrupt Practice Act). La empresa norteamericana que actúa en el exterior tiene que atenerse a ella, y cuando no lo hace, como sucedió con IBM en Argentina, debe pagar las consecuencias.
Esto no quiere decir que los norteamericanos son más honrados que el resto de los mortales, sino que están obligados a cumplir las reglas porque viven en un Estado de Derecho notablemente punitivo que mantiene a tres millones de personas tras las rejas y con el calabozo no se juega. A lo que se agrega la labor de la DEA (Drug Enforcement Administration) que persigue el tráfico de estupefacientes, o la OFAC (Office of Foreign Assets Control), Oficina de Control de Activos, capaz de imponer enormes multas cuando se viola la legislación americana, como les ha sucedido a grandes bancos suizos y franceses.
En el gobierno de Estados Unidos se va abriendo paso la hipótesis de que no sólo el tráfico de drogas pone en peligro la seguridad nacional, como sucede con el terrorismo o la inmigración ilegal, sino también la corrupción que ocurre en otros países, por todo lo que tiene de desestabilizadora y por ser, potencialmente, capaz de desatar la violencia en los Estados fallidos.
El influyente Carnegie Endowment for International Peace (CEIP) lo ha establecido en su informe Corruption: The Unrecognized Threat to International Security (Corrupción: La amenaza no advertida a la seguridad internacional). Ese trabajo aporta la visión que hoy impera en Washington y, en cierta medida, en Bruselas. Todo gobernante genuinamente preocupado debe dárselo a leer a su canciller. Por ahí van los tiros.