Nicaragua tiene claramente “dueños”. Ellos son sus dos líderes autoritarios: Daniel Ortega, el actual presidente de ese país, de 72 años de edad; y su ambiciosa y poderosa esposa, Rosario Murillo, la “primera dama”, nieta del libertador Augusto César Sandino, sin cuyo expreso consentimiento nada importante sucede hoy en Nicaragua.
Sancionados ambos económicamente por Estados Unidos desde el 27 de noviembre del año pasado, desde lo más alto del poder político de su país reprimen constantemente el disenso y sus distintas manifestaciones públicas. A palazos y con toda violencia por parte de intimidantes grupos paramilitares, compuestos por matones a sueldo.
La exguerrillera Rosario Murillo, hoy vicepresidente electa, ha consolidado y centralizado todo el poder de su país en manos de Daniel Ortega, eliminando de la carrera, uno a uno, a sus distintos adversarios y competidores. Pero, sancionada, lo cierto es que Doña Rosario hoy no puede tener bienes a su nombre en jurisdicción norteamericana, ni cuentas en sus bancos e instituciones financieras. En Estados Unidos es, entonces, una suerte de paria.
En los enfrentamientos callejeros violentos de los últimos tiempos ocurridos en Nicaragua han muerto ya más de 300 personas y unas setecientas han, por su parte, terminado en el calabozo, acusadas falsamente de terrorismo. A lo que no se puede dar la espalda, como si no hubiera sucedido.
También se disuelven desde el gobierno, por la fuerza, las protestas populares contra el régimen de los Ortega, las que, no obstante, se repiten frecuentemente desde abril del año pasado. El mandato actual de Daniel Ortega, que es el cuarto consecutivo que ha obtenido ya, se extiende hasta el 2021.
Para Estados Unidos, Nicaragua integra la “troika” regional “de la tiranía”. Junto con Cuba y Venezuela, países que tienen, todos, el común denominador de ser tiranías, así como una intensa intimidad política y operativa regional, que los une en frecuentes acciones comunes. Por esto las sanciones que les han sido impuestas, al entender que todos ellos representan, crease o no, una “amenaza —inusual y extraordinaria— a la seguridad nacional y a la política exterior de Estados Unidos”.
En algunos cruces en las fronteras nicaragüenses, la bandera sandinista, negra y roja, ha reemplazado a la enseña nacional azul y blanca. Lo que es insólito y vergonzoso.
Ortega, que sabe bien lo duro que es estar preso y exiliado, comenzó robando bancos, para así financiar sus actividades subversivas. Ya ha dejado de lado el marxismo que alguna vez abrazara. Y –en cambio— se ha disfrazado burdamente de “cristiano creyente”, tejiendo alianzas con algunos jerarcas de la Iglesia Católica y con parte de la oligarquía local, cual increíble camaleón político. Desde el 2006 conduce ininterrumpidamente a Nicaragua, con mano firme y ambición sin límites.
En la época de Hugo Chávez, Ortega fue su sumiso ladero político, por lo que Nicaragua recibió el apoyo financiero de la entonces rica Venezuela y con ello Ortega financió diversos programas sociales, siempre de corte netamente izquierdista y populista. No obstante, lo cierto es que Nicaragua sigue siendo el segundo país más pobre de la región, superado tan sólo en su desgracia por la paupérrima Haití. Ésta es la inocultable realidad y no otra.
Las elecciones convocadas por los gobiernos encabezados por Daniel Ortega nunca son libres, ni transparentes. Son, por el contrario, opacas y arbitrarias. Tramposas, entonces.
Ortega eliminó todas las restricciones a su reelección y obliga a sus legisladores a votar uniformemente, según las directivas partidarias. Sin disensos, no matices.
La Suprema Corte de Nicaragua, como sucede en los regímenes totalitarios, está vergonzosamente sometida al poder político al que, cuando resulta necesario “legitimiza”, con el más absoluto y abierto descaro.
Éste es el muy desgraciado cuadro general de la triste Nicaragua de nuestros días, sometida patológicamente a los esposos Ortega, desde hace un buen rato ya. Lejos, muy lejos, de ser una democracia. Y lejos también de respetar las libertades civiles y políticas de sus ciudadanos.
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