El concepto calidad se ha discutido desde la Grecia Clásica, no obstante su aplicación al mundo del comercio, de la industria y los servicios es algo mucho más reciente. Se empezó a aplicar en estos ámbitos cuando, alrededor del siglo XVIII, los comerciantes occidentales comprendieron que sus clientes —mejor dicho, los consumidores o usuarios— son quienes determinan si lo que se les entrega es bueno o no. Desde mediados del siglo pasado, varios académicos han contribuido a ensanchar el significado de esta palabra, destacando los aportes de E. Deming, J. Duran, K. Ishikawa y G. Taguchi.
En la década de los 80, David T. Kearns, cuando se desempeñaba como presidente de Xerox, sentenció que el fin último de las organizaciones es satisfacer los requerimientos de sus clientes, siendo obligación de los trabajadores de la empresa detectar dichos requerimientos y entenderlos como criterios de calidad. Esto ha llegado a alcanzar gran consenso en el mundo empresarial. Tanto así que en la actualidad, los proyectos que abordan el tema en las organizaciones se distinguen por orientar los esfuerzos de la misma en satisfacer los deseos de sus clientes. Las iniciativas, a fin de ser implementadas satisfactoriamente, exigen que todas las personas de la organización se involucren en el mejoramiento de los procesos que ejecutan con la intención de entregar un mejor producto o servicio a sus clientes.
Aunque el término calidad se ha divulgado de manera masiva durante las últimas décadas en todo el mundo a todos los niveles, lo anterior deja en evidencia que no se puede determinar por ley si un bien o servicio es “de calidad”, ni tampoco podrá una agencia gubernamental, por más que lleve en su nombre la palabra calidad, ser la que determine si lo que una organización le entrega a sus clientes es bueno o no. Al igual como lo entendieron los comerciantes del siglo XVIII y el equipo de Xerox hace décadas, los consumidores son los verdaderos árbitros en este tema.
Lo que nos lleva a la educación. Luego de una serie de ruidosas manifestaciones en Chile por estudiantes de secundaria en 2005, conocida como la “Revolución Pingüina” debido al característico uniforme de los alumnos en escuelas estatales, se empezó a cuestionar las bases del sistema educativo chileno, haciendo caso omiso al hecho de que se trataba de uno de los mejores de América Latina. La presión de las protestas derivó en un pacto nacional que dio origen el año 2009 a la Ley General de Enseñanza, la cual estableció una nueva institucionalidad. En 2011, se sumaron los universitarios con nuevos temas, siendo en el segundo mandato de la presidente socialista Michelle Bachelet cuando se modificó todo el sistema educativo chileno.
En paralelo a las reformas impulsadas por los gobiernos y a las demandas generadas por estudiantes y docentes durante estos años, surge el debate anexo, la «educación de calidad». Todos, menos las familias, fueron parte de las conversaciones. En el caso de la educación escolar, en realidad son las familias las llamadas a determinar la calidad del servicio que reciben. Pero lo que se entiende a grandes rasgos por “calidad” ha sido definido por los gobiernos de turno en connivencia con grupos de poder concernidos, imponiendo así sus propias visiones e intereses.
En los próximos días, la socialista Michelle Bachelet dejará la presidencia de Chile y asumirá el cargo Sebastián Piñera, empresario abanderado de la derecha. Si bien ha quedado establecido que la calidad no se puede determinar por ley, sino que la determina el usuario, la pregunta es qué hará el nuevo presidente: ¿impondrá su criterio a las familias de lo que es una “educación de calidad” o, por el contrario, les consultará lo que desean para sus hijos, tal como él ha hecho en sus empresas?
La suerte de la educación de calidad en Chile está en juego.