En las sociedades occidentales hemos pasado de exigir libertades a exigir derechos. De exigir la libertad religiosa, de imprenta, de expresión, de conciencia y de reunión a exigir derecho a todo. En el pasado se reclamaba libertad, es decir, se exigía al Estado que no nos prohibiera profesar una religión, imprimir libros, expresarnos, reunirnos, etcétera. Se demandaba en suma la supresión de prohibiciones y coacciones, lo que comúnmente llamamos libertad para hacer. Simplemente se exigía del poder político la derogación de prohibiciones y la garantía del ejercicio de las libertades individuales; que pasara de prohibir a permitir y de ahí a proteger las libertades. En definitiva, hubo un tiempo en el que la lucha por las libertades individuales no imponía al resto de la sociedad ninguna obligación, salvo la del respeto y la protección. Ese fue el paso previo para que dichas libertades fueran reconocidas como derechos, pues el Estado se convertía en garante de las libertades individuales. No valía con que se nos permitiera practicar una religión o imprimir un libro, sino que el Estado además tenía que garantizarnos que no íbamos a ser violentados o coaccionados durante el ejercicio de nuestra libertad.
Sin embargo, en la actualidad hemos pasado de demandar libertades a demandar derechos. Y ahí hay una diferencia radical. Ya que los derechos no sólo implican respeto a mi individualidad o abstención de injerencias; los derechos imponen obligaciones a los demás, pero no sólo las obligaciones de protección, abstención o neutralidad que antes mencionábamos, sino obligaciones de carácter económico que los demás han de costear. Es decir, mi derecho a una vivienda o a un empleo digno y demás derechos recogidos en la Constitución española imponen al resto de la población la obligación de suministrarme gratuitamente bienes y servicios de contenido económico. De esta manera, cada derecho se constituye en una obligación de los demás hacia mí, en una restricción de su libertad. Dado que el resto de la sociedad debe costearme una serie de derechos económicos, estoy obligándolos a que destinen parte de sus ingresos a financiar mis derechos, de tal manera que ya no pueden decidir sobre el uso y destino de ese dinero, del que de otra manera podrían disponer a su antojo. Cada nuevo derecho otorgado se convierte así en una restricción de la libertad. De reclamar el respeto a las libertades –entendidas éstas como derechos naturales inherentes a todo ser humano– hemos pasado a reclamar derechos, derechos que son otorgados graciosamente por el poder político.
Si la exigencia de derechos se circunscribía inicialmente a cuestiones que podríamos denominar básicas o esenciales, en las últimas décadas ha habido una expansión constante de la lista de derechos otorgados, una borrachera de reclamaciones que no tiene fin y cuyo máximo exponente es el denominado salario social o el derecho a vivir sin trabajar, el derecho a vivir a costa de los demás. A explotarlos.
En una vuelta de tuerca más, esos derechos se han desprendido de su reverso. Los derechos se han deshecho de las obligaciones. Los nuevos derechos que hoy se reclaman son de carácter incondicional, no llevan aparejada la asunción de obligaciones ni contraprestaciones. Ya ni tan siquiera se contentan con que el derecho a un empleo, a un trabajo, ahora lo que quieren es un sueldo sin necesidad de trabajar. Basta con habitar en España para que muchos consideren que el resto de la sociedad debe proporcionarles gratuitamente casa, electricidad, educación, aborto, sanidad, castración genital, transporte, pensión… y hasta títulos universitarios. Mientras trabajar por menos de mil euros satisfaciendo necesidades del prójimo se ha convertido en algo indigno, quedarse en casa vagueando mientras se recibe un subsidio de igual monto se ha convertido en algo digno. Ahora es el subsidio, y no el trabajo, lo que dignifica al hombre.
Hoy, la auténtica lucha de clases es entre quienes perciben subsidios y quienes los pagan, entre los que trabajan y los que quieren vivir sin trabajar. Hoy hay sectores crecientes de la población que quieren vivir, y vivir bien, del trabajo de los demás. Quien explota hoy a los trabajadores no son los empresarios, sino el Estado.
En definitiva, muchos de estos derechos que ahora se exigen tienen muy poco que ver con los derechos de antaño y sí mucho con los deseos. Porque uno de los males de hoy en día es que muchos pretenden que sus deseos sean reconocidos como derechos. Y el gran problema de ello es que los deseos, como los sueños, no tienen límites.
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