Heme aquí, con la intención de hacer una reflexión respecto de la locura generalizada que recorre el mundo. Esa locura que hace a las sociedades más avanzadas votar a favor del cruel intervencionismo que lo único que es capaz de lograr es la miseria de los pueblos. Pero, no sólo eso, también parece que, como predijo don José Manuel Otero Novas en su obra “El retorno de los Césares”, la sociedad actual anda buscando con desesperación un caudillo que dirija sus pasos hacia un futuro miserable, pero en el que no sea preciso pensar ni hacer nada por uno mismo, sino que sea ese gran glotón de la libertad que es el Estado, el que decida por nosotros qué hacer en cada momento.
Sin duda, vivimos tiempos inciertos, llenos de zozobras sociales, políticas y, cómo no, económicas. Esta inestabilidad que lleva años removiendo las aguas de los países democráticos occidentales, ha llevado al descontento de una buena parte de la sociedad, donde los postulados de la izquierda han calado con mayor fuerza, haciéndoles creer, a base de insistir, que “Papá Estado” está para solucionar todos sus problemas, que existen derechos, pero no obligaciones y, sobre todo, que todas las personas somos iguales y que no hay nadie más que nadie. Conceptos que no son más que patochadas de una izquierda extemporánea. Porque, iguales sí, pero en la ley y ante la ley, en lo demás, cada uno es hijo de su padre y de su madre, como es natural. Así lo definía el gran intelectual español, Ramiro de Maeztu: “Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un árbol”. Y, en cuanto a aquel mantra de la izquierda sobre que no hay nadie más que nadie, permítanme que continúe citando a don Ramiro: “Nadie es más que otro si no hace más que otro”. Amén.
Empero, regresemos con don José Manuel Otero. Con gran razón afirma en la introducción del libro anteriormente citado:
(…) el Cesarismo es aquella posición o régimen político jerárquico <<fuerte>>, no necesariamente antidemocrático, pero al menos autoritario, basado en el carisma o la imposición de quien manda, bien sea ejercido por una persona individual o por un grupo dirigente; el César no es el gobernante que aspira a ir satisfaciendo las demandas explícitas de su pueblo, sino aquel otro que actúa en vanguardia de los suyos, marcando rumbos, conectando quizá con minorías o acaso con las ansias profundas pero menos expresadas de las gentes.
No obstante, lo anterior, debo de decir que cuando el autor nos dice “no necesariamente antidemocrático”, debo diferir, pues la democracia, por más que algunos se empeñen, no es solamente votar cada x años ni hacer aquello que la mayoría de la sociedad decida, ya que, si la mayoría de la sociedad decide acabar con la democracia, eso no es democrático en absoluto. No es que lo diga yo, sino porque es un axioma elemental de cualquier democracia, la pervivencia ante los totalitarismos. En mi modesta opinión, un “régimen político jerárquico <<fuerte>>”, difícilmente puede ser democrático, puesto que esa jerarquía y esa fuerza actuarán, sin duda, a espaldas del resto de la sociedad. Pero la democracia es de todos y para todos, no sólo para las mayorías, como rezaba uno de sus eslóganes de campaña hace unos años, “Gobernar para la mayoría”.
Como mucha gente sabe, especialmente aquellos que hemos estudiado derecho y conocemos la obra de Karl Loewenstein, pueden existir muchos tipos de democracias, al igual que constituciones, pero tan sólo una es real, así lo definía el intelectual liberal alemán en su clasificación ontológica sobre los tipos de constituciones posibles:
- Constitución normativa: aquellas constituciones reales, donde impera la ley y su cumplimiento es indiscutible tanto por parte del ciudadano como por parte del legislador y del resto de instituciones.
- Constitución nominal: aquellas constituciones existentes que por las circunstancias del país no cumplen con sus preceptos, es decir, no se aplican realmente.
- Constitución semántica: aquellas constituciones que sólo tienen de constitución el nombre, como la venezolana, donde la ley y la constitución es efectivamente aplicada, pero en forma de monopolio donde no cabe el disidente, pues la propia legislación autoriza su represión.
Finalizo con un pequeño fragmento de El retorno de los Césares que, quizá, le resulte esclarecedor al lector:
Concluyendo el siglo XIX, tras largo tiempo de dominio liberal y de escepticismo positivista, el progreso exigía defender a la autoridad, y nacieron y se extendieron los llamamientos y doctrinas que ya anteriormente anotamos que, en nuestro país —de modo similar a lo que ocurría en los demás —, se plasmaron en aquel ideal favorable al <<cirujano de hierro>>, propuesto por los avanzados del momento. Pero esa vuelta dionisiaca a la autoridad llegó tan lejos, sobre todo a partir de los años treinta del siglo XX, que volvió a ser necesario poner el énfasis en la libertad personal, como así ocurrió a partir de la Segunda Guerra Mundial. Y esa defensa de la libertad, por su intensidad y generalización, trajo el actual clima de permisividad y vacío que, más adelante, hará reaparecer, una vez más, el ansia de autoridad.
Para impedir que esta locura suceda, sólo existe un camino: Continuar en las trincheras dando la batalla de las ideas día a día.
© El Club de los Viernes