En la XX Fiesta del Partido Comunista (PCE) de Andalucía (España), Alberto Garzón dijo que ser comunista era ser «buena persona». Juan Carlos Monedero, diputado del comunista Podemos lo había explicado antes de modo parecido pero en sentido opuesto: «Quien no sea comunista es que es mala gente». Sin embargo, los dirigentes de la extrema izquierda española son relativamente moderados en su hipertrofia moralista. Porque Jean-Paul Sartre había sido más contundente: «Un anticomunista es un perro».
En dicha fiesta del PCE celebraron la revolución bolchevique de Vladimir Lenin como hito fundacional del movimiento comunista. Que las «buenas personas» se declaren herederas de ese aquelarre, que causó millones de muertos, es como si los veganos declarasen su santo patrón a Hannibal Lecter. Pero si alguien es capaz de cabalgar contradicciones con total desparpajo ese es nuestro buenazo comunista. No por casualidad, Lenin sacaba matrículas de honor en latín pero suspendía una y otra vez en lógica. Eso sí, con coherencia tenebrosa los comunistas españoles proclamaron su apoyo a Lenín Moreno en las elecciones de Ecuador, el representante del socialismo del siglo XXI que sigue la senda de la revolución bolivariana que comenzó Hugo Chávez y que han continuado Maduro en Venezuela, Morales en Bolivia y Correa en el propio Ecuador. Por cierto, recordemos que en Rebelión en la granja, la parodia de Orwell de la revolución soviética, los líderes comunistas eran retratados como puercos. El bestiario político puede llegar a ser cruel…
¿Qué es ser comunista? La respuesta de Garzón parece ingenua y propia de un analfabeto ideológico (que habrá hecho revolverse en su embalsamamiento al mismísimo Lenin), pero una vez que la ponemos en línea con las de Monedero y Sartre el panorama resulta mucho más dramático. Porque refleja el complejo de superioridad moral y política de la izquierda ante quienes no comparten sus valores y postulados. Dicho síndrome les incapacita para considerar auténticas personas a los que no son como ellos, respetando que tengan otras preferencias morales o que busquen la felicidad y el bien por medios diferentes.
Esta sobrevaloración de su propia capacidad de ser buenos lleva paradójicamente a los comunistas a comportarse de la peor forma posible con las personas no comunistas, deshumanizándolas hasta considerarlas animales (esos «perros» sartrianos), a las que hay que reeducar para que se conviertan en buenos comunistas (valga la redundancia) y, en última instancia, eliminar, si no consiguen llegar a ser hombres nuevos, sujetos que hayan interiorizado el bien colectivo hasta situarlo por encima del propio. Por eso, y a diferencia de cualquier otro tipo de sensibilidad e ideología política (salvo la nazi), ser comunista implica que la bondad sea compatible con llevar a cabo genocidios (en su caso, de clase). Cuando Fidel Castro proponía a los cubanos «socialismo [marxista-leninista] o muerte», estaba realmente amenazándolos si no se plegaban a la bondad comunista.
Ser comunista significa creer que solo el miembro de la facción propia puede ser bueno y que para conseguir el fin de que todos sean buenos cabe utilizar el terrorismo como medio. Ser comunista muestra cómo los que pretenden construir el cielo tienden a usar ladrillos extraídos del infierno. Alberto Garzón o Juan Carlos Monedero manifiestan esa petulancia del idealista engreído que lleva a exacerbar hasta el delirio la presunta belleza de su alma para compensar la insignificancia de sus ideas y la ineficacia de sus propuestas.
Sin embargo, lo más preocupante de la equiparación comunista = bueno son las consecuencias para la ciencia y la verdad. Porque la verdad puede ser inmoral y malvada por políticamente incorrecta. De ahí que la filósofa feminista, y compañera de viaje comunista, Luce Irigaray llegara a acusar a los físicos de haber desarrollado menos la mecánica de fluidos que la de sólidos porque la fluidez se relaciona más con las mujeres. Con planteamientos como estos no es de extrañar que la obsesión de la izquierda con el calentamiento global antropogénico tenga que ver más con las cuestiones políticas y económicas, planteadas en términos de gasto público desmesurado e intervencionismo social, que con los específicos argumentos científicos. Ser comunista consiste en priorizar la ideología sobre la ciencia, lo políticamente correcto sobre los hechos, la tan de moda y militante post verdad sobre la tradicional y vapuleada verdad.
Ser comunista significa, efectivamente, «ser bueno», como afirma Garzón; pero hasta tal grado que permita la justificación de la práctica del mal en nombre del bien. Siendo el bien la igualdad absoluta, en cuyo altar cabe sacrificar no sólo la libertad sino la vida (ajena). Jean-Paul Sartre justificaba el asesinato dentro del paradigma comunista de la lucha de clases. En su prólogo a Los condenados de la tierra, de Franz Fanon, animaba así al asesinato de europeos:
En los primeros momentos de la rebelión, hay que matar: matar a un europeo es matar a dos pájaros de un tiro, suprimir a la vez a un opresor y a un oprimido: queda un hombre muerto y un hombre libre; el superviviente, por primera vez, siente la tierra de su nación bajo sus pies.
El comunismo es una religión política, con sus santos y sus inquisidores, sus dogmas y sus rituales, sus himnos y sus templos, su promesa de «asaltar el cielo» y su concreción de hundir al enemigo en el gulag. Ser comunista no es que signifique ser bueno, sino ser radicalmente bueno. Pero, como nos advirtió Albert Camus –que escribía, pensaba y sentía mil millones de veces mejor que Sartre–, «toda virtud pura es homicida». O, dicho de otro modo, esperemos que Dios nos proteja de las personas «buenas» al estilo de Alberto Garzón, que de las malas ya nos cuidamos nosotros.