Pese a los desesperados intentos de algunos por cambiar el nombre a las cosas, empieza a quedar clara ante la opinión pública la legitimidad constitucional y democrática del gobierno constituido por la Asamblea Nacional de Venezuela. Dicha legitimidad nace de las urnas en las que los venezolanos otorgaron a la oposición la mayoría absoluta en las elecciones legislativas de 2015, y quedó reforzada por el modo fraudulento con el que Maduro transformó el Tribunal Supremo de Justicia, el Consejo Nacional Electoral o la «Asamblea Nacional Constituyente» -usurpadora de la legitimada en las urnas- en herramientas al servicio de la consolidación de la narcodictadura. Años antes ya había hecho lo propio en el ejército, designando mandos afines a la longeva maquinaria represiva cubana.
Ha hecho falta que se produjera una gravísima crisis humanitaria y el éxodo de más de cuatro millones de venezolanos para que la comunidad internacional en general, y la de América Latina en particular, pusieran atención al clamor popular de los millones de venezolanos que sufren cada día las consecuencias de su pérdida de libertad por el chavismo en forma de hambre, miseria, violencia, muerte y represión.
La verdadera falta de legitimidad es la de Maduro, cuya autoproclamación el pasado día 10 de enero se produjo tras unas elecciones convocadas de forma fraudulenta y desarrolladas en absoluta falta de libertad y transparencia. Tiene por tanto sentido que, en ausencia de un ejecutivo legítimamente constituido, sea la Asamblea Nacional legítima, vigente hasta 2020, la que decida nombrar un presidente interino, cosa que ha hecho en la persona de Juan Guaidó y reconocido ya por una treintena de países entre los que se incluyen Estados Unidos, Canadá y las principales democracias latinoamericanas, salvo México.
El cambio en Venezuela es imparable. La comunidad internacional no puede permitir que una execrable dictadura siga pisoteando los derechos y libertades de los venezolanos que aún siguen en el país, y también de los millones que se han visto obligados a emigrar. En esta situación es un deber moral de todos, y muy especialmente de los que tienen responsabilidad política, no eludirla, sino ayudar a que se restablezca de una vez la libertad en Venezuela, cosa que pasa hoy por reconocer la legitimidad constitucional y democrática del gobierno liderado por Guaidó y la ilegitimidad del Estado narco encabezado por Maduro.