Usurpo el título leninista para destacar a una pensadora de la talla de Marina Garcés, que le dijo a Antonio Lucas en El Mundo:
El Estado de Bienestar se conquistó a través de dos siglos de luchas revolucionarias, de movimientos obreros, de luchas barriales, de feminismo. Así se conquistaron los derechos sociales, nadie nos regaló nada. Los servicios públicos no son del Estado, sino de la sociedad. Nuestros.
Esta idea está muy generalizada, lo que es asombroso, porque el Estado de Bienestar no tuvo que ver con ninguna lucha sino con la lógica del propio poder político, que es lo que explica que dicho Estado haya crecido en los contextos más disímiles, empezando por el Sozialstaat del muy conservador Bismarck en la Alemania de finales del siglo XIX y siguiendo por cualquier Estado que a usted se le ocurra, incluyendo la dictadura franquista, que siempre se ocupó de subrayar su intervencionismo tanto en la legislación laboral y microeconómica como en la redistribución, a través, especialmente, de la Seguridad Social. Todos los Estados del mundo han aumentado su peso en los últimos dos siglos, con movimientos obreros o sin ellos.
Es cierto que la teoría más fofa y popular de la política prescinde de cualquier lógica autónoma de la misma, y siempre ve al Estado como un reflejo. Encajan aquí viejas ficciones como la izquierdista según la cual el Estado es un mero «títere de la burguesía» que crece sólo ante la presión de la lucha proletaria, y la que comparten derecha e izquierda, según la cual la expansión del Estado mitiga los ímpetus revolucionarios de los trabajadores. Notable sarta de mentiras, porque ninguna revolución fue hecha nunca por los trabajadores, sino por una reducida élite que se hizo con el poder del Estado. Y una vez que conquistó el poder…
Eso que sucedió tras la toma del poder por parte de los revolucionarios es olímpicamente ignorado por la profesora Garcés, que subraya «la convicción de que el capitalismo no ofrece ni garantiza una vida buena», y no reflexiona sobre qué pasó cuando el capitalismo fue suprimido en los países socialistas y el Estado creció hasta ocupar casi todo el conjunto de la sociedad.
En vez de pensar sobre eso, o sobre cómo fue la lógica del Estado en los países de fuera del ámbito comunista, Garcés insiste en las ideas socialistas que fueron aplicadas mediante la revolución durante un siglo en la práctica y arrasaron con la libertad y la prosperidad de media humanidad.
Recomienda, así, «plantear que la vivienda, aunque sea de titularidad privada, deba ser entendida como un bien común y por tanto vinculada al ámbito de la gestión pública». Antonio Lucas le recuerda que hay tal cosa como la propiedad privada y ésta es la respuesta de la filósofa: «El propio sistema le está dando la vuelta. Los bancos han hundido la propiedad privada y para muchos miles de ciudadanos su propiedad es ya deuda. Quizá desde ahí podemos empezar a pensar qué significa ser propietario». Vamos, señora, que como los bancos están intervenidos por el Estado, y son rescatados con su dinero, de usted, entonces se concluye que su casa, señora, no es suya. No sé si está claro, pero doña Marina lo dice claramente, porque identifica el Estado con la sociedad, lo que es la esencia del totalitarismo: el Estado es «nuestro», es decir, lo «nuestro» es lo obligatorio, lo que nos imponen. En cambio, lo que elegimos libremente, eso no es «nuestro».
Con mucha razón, y reflexionando sobre esta entrevista, escribió Berta González de Vega en el mismo periódico:
La academia, dominada por la izquierda, elige ignorar que la economía de mercado ha sacado a millones de ciudadanos de la pobreza más allá de nuestro ombligo. Dicen ultraliberalismo y nunca el peso del Estado en el PIB de los países occidentales ha sido tan alto. Pero todos somos ahora expertos en posverdad.