La consideración del mundo animal desde el punto de vista ético está en la base de la polémica resucitada. En este caso, como en tantos otros similares, los argumentos ideológicos se ponen por delante de los ecológicos, lo que nos hace recordar el viejo y conocido mito de Bambi, un alegato anti-caza de repercusión mundial creado por la Factoría Disney allá por los años cuarenta del pasado siglo.
Con Bambi, el encantador cervatillo tomado de la especie Odocolieus virginianus, o «ciervo de Virginia», Disney presenta una nueva forma de contemplar el mundo animal a través de lo que posteriormente se llamó antropocentrismo, consistente en atribuir a los animales cualidades humanas, hasta el habla entre ellas. Cualquier mensaje en este sentido resulta demoledor, especialmente ante ojos infantiles, ya que son los niños los principales receptores del mismo.
Nuestra especie, cuya imagen no llega a aparecer en la película, se presenta en abstracto con aire terrorífico bajo la denominación «el hombre», y es «el hombre», en concreto el cazador quien desencadena el terrible drama que ha hecho llorar a millones de niños en todo el mundo: la muerte a manos de un cazador de la «mamá de Bambi».
La visión antropocéntrica de los habitantes del bosque de Bambi no termina en el preciso ciervo de Virginia ya que también están humanizados todos sus vecinos animales: los conejos, la mofeta, el viejo y sabio búho y toda criatura, cuadrúpeda o alada pasada por los pinceles de los artistas. El resultado final es un tremendo alegato contra la caza, basado en la llamada al supuesto proteccionismo hacia los animalillos humanizados.
En el extremo opuesto al «animalismo humanizador» se encuentra la «cosificación» de los animales, que se basa en un desprecio hacia cualquier consideración de su posible sensibilidad que abre la puerta a cualquier forma de maltrato hacia los mismos. Desgraciadamente este punto de vista existe y se mantiene todavía en muchos sectores de nuestra sociedad supuestamente civilizada.
Está claro que la cosificación de los animales no puede tener cabida en el ámbito de la sociedad civilizada, pero la caída en el extremo opuesto, es decir en la «humanización» ha mostrado ejemplos demoledores para la supervivencia de algunas especies objeto de ese falso proteccionismo: hay muchos datos en este sentido, y algunos son muy recientes.
Volviendo al caso de Bambi, el gran impacto popular que causó la película, a la que hay que calificar de verdadera obra de arte, motivó a algunas asociaciones proteccionistas norteamericanas a crear un gran santuario para los ciervos de Virginia donde estuvieran a salvo de cualquier peligro, para lo que se eliminó previamente a todos los predadores.
Como podía suponerse el resultado fue desastroso; aparecieron epidemias y en pocos años se acumularon taras genéticas, lo que demostró, como ya se sabía, que la naturaleza no es un jardín idílico, sino un duro campo de batalla en la que no es sencillo sobrevivir, y menos aún rompiendo de manera artificial sus estrictas reglas.
Abundando en el argumento anterior conviene saber que en la especie de Bambi son muy frecuentes los nacimientos gemelares, y casi siempre con alumbramiento de parejas, pero sólo suele sobrevivir una de las crías, la más vital, ya que la cierva rechaza al más débil y amamanta al que será único superviviente. ¿Podemos imaginar el resultado de esta conducta si se hubiera mostrado en la cinta de Disney?
Frente a los desmanes producidos en el mundo animal por las mentiras animalistas y la deshumanización «cosificadora», seamos optimistas al constatar que las nuevas generaciones muestran una mente abierta al progreso que consiste en el trato a los animales no como seres humanos caricaturizados, sino como seres vivientes objeto de respeto: ésta es la palabra mágica que debería conducir a una consideración ética fundamental en la gestión de la ecología.
El respeto a los animales no tiene que ser conducido hacia planteamientos que traten de satanizar su relación con el hombre desde planos de civilización, nunca de igualdad; de una supuesta igualdad que suele generar indeseables efectos rebote perjudiciales para las especies que se pretende proteger, como ocurrió con los infelices ciervos del fracasado «santuario de Bambi».
La caza y la crianza del toro bravo suponen una de las pocas armas para evitar el despoblamiento del mundo rural, un mundo que podría sobrevivir sin la existencia de la gran ciudad, pero no a la inversa. Es sabido que el entorno urbano suele ignorar casi todo sobre lo referente al campo y su población humana, pero no puede aceptarse que las autoridades gestoras caigan en el desconocimiento o el fanatismo ideológico.
Hay que admitir que la caza necesita una gestión escrupulosa dado el elevado número de practicantes con los que cuenta el colectivo. Hay que pedirles que sean los primeros en fomentar el respeto a las leyes que la sustentan, pidiéndoles por ejemplo que colaboren al máximo en la erradicación de la colocación de venenos en el campo, y que denuncien cualquier infracción que ellos suelen ser los primeros en detectar entre los desaprensivos, que, como en cualquier colectivo, se puedan infiltrar entre sus filas.
Y para terminar, habría que reflexionar sobre el polo opuesto al animalismo de Bambi que se viene detectando en numerosos documentales sobre el reino animal, que se recrean exageradamente en la depredación y la muerte. Tampoco esa forma de divulgación es real, al menos en lo estadístico. La probabilidad de una gacela de ser depredada por un felino en plena sabana no es mayor que la de un habitante de la ciudad de ser atropellado por un carro cuando sale a la calle. Respeto, a los animales y al hombre. Ésa es la clave.