París y el calentamiento global: No es el fin del mundo

Donald Trump y los sastres del Emperador
por Luis del Pino

El Acuerdo de París no es vinculante. Cada país puede presentar el plan que quiera, cumplirlo o no, y no pasa nada. Pero es un símbolo de la intención de los poderes del mundo de derrochar el dinero y las energías de sus ciudadanos en prevenir un problema que no sabemos si existe. Y por tanto la decisión de Trump es importante no porque vaya a cambiar nada en la práctica, sino porque es a su vez un símbolo de que existe al menos un país importante que no está dispuesto a someter a su gente a ninguna restricción dolorosa en pos de la quimera climática.

El mundo lleva décadas reduciendo el CO2 que emite por energía generada, pero también produciendo cada vez más energía. Dependiendo del país y del momento, tiene más fuerza una u otra tendencia. En Estados Unidos, por ejemplo, gana la primera gracias al demonizado fracking, que ha hecho rentable sustituir progresivamente como fuente de energía el carbón por el gas natural, que aun siendo un combustible fósil produce menos emisiones. Incluso los acuerdos vinculantes tienen poca influencia sobre esto. Por ejemplo, esto es lo que sucedió en los países firmantes del Protocolo de Kioto:

 

 

Aun siendo generosos, es difícil no concluir que dos décadas de política climática y energética enfrentándose a los molinos del libre mercado no han servido para gran cosa, aparte de para subir la factura eléctrica en países como España o Alemania. Unos señores con la faltriquera bien cubierta, que viajan todos los años en avión a donde quiera que tenga lugar la cumbre climática anual, que jamás han hecho siquiera el gesto de celebrarla por videoconferencia para no emitir CO2, han impuesto en el altar del clima el sacrificio de una electricidad más cara a los más pobres. Pero el dios ecologista no parece haber escuchado, ya que ninguno de esos grandes tratados internacionales parece haber jugado ningún papel en reducir la Gran Amenaza.

Es un alivio que el problema no parezca tan grave como nos cuentan. Que aunque los seres humanos tengamos un papel en el clima, los registros de temperaturas de los últimos años han confirmado que la variabilidad natural tiene un peso mayor del que creía el consenso científico y que por tanto la temperatura no subirá demasiado por nuestra culpa. Que ninguna de las predicciones de los alarmistas ha acertado hasta la fecha. Para un escéptico, todo esto no es más que derrochar riqueza para nada. Para un creyente, tampoco tiene ningún efecto práctico sobre sus peores temores. Entonces ¿a qué viene el escándalo?

Los progresistas en general, y los ecologistas en concreto, están acostumbrados a que el mundo camine siempre en la dirección que ellos desean, a que haya quizá resistencia a sus medidas, pero que una vez aprobadas jamás sean echadas atrás. Por eso están llevando fatal que un país tan crucial como Estados Unidos se desligue del primer gran tratado mundial contra el cambio climático, por más que no sirviera para nada. Anoche veía al alcalde de Miami Beach incapaz de contestar a la pregunta básica: ¿qué utilidad práctica tenía el acuerdo de París? ¿Por qué estamos peor sin él? Porque «estábamos todos unidos en esta gran lucha» fue lo más concreto que pudo responder. Les ha fastidiado el símbolo un tipo, Trump, al que menosprecian, y no son capaces de asimilarlo. No hay más.

 

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