En el acto inaugural de la presidencia de Richard Nixon, el 20 de enero de 1969, la caravana que conducía al presidente electo hacia el Capitolio fue recibida a pedradas. Este fue el último acto de violencia en la inauguración de una administración y desde entonces Estados Unidos ha tenido 48 años de inauguraciones pacíficas.
La violencia política siempre está precedida por discursos que la justifican, y una parte de los críticos con Donald Trump ya han ofrecido los motivos para ejercerla. Al Sharpton, un pastor negro que es un referente moral del Partido Demócrata, ha llamado a oponerse al Gobierno de Trump desde la desobediencia civil, un método que yo siempre defiendo. Él, además, lo ha ejercido durante años, ocultando al fisco millones de dólares de su inmensa fortuna. Pero Sharpton no se ha quedado ahí: ha llamado a utilizar «toda la fuerza necesaria» para impedir su toma de posesión.
Mientras la izquierda estadounidense sigue con sus conflictos con el sistema democrático, el de Estados Unidos sigue su curso. Todo el mundo está pendiente de despejar la gran incógnita de la ecuación Donald Trump. ¿Cómo será como presidente de Estados Unidos? Ya tenemos algunos datos con los que podemos hallar la respuesta con creciente seguridad.
En el sistema político estadounidense, el presidente es el jefe de la administración, pero cada una de las personas que elige para liderarla tiene que tener el visto bueno del Senado, que se emplea a fondo en ponerles a prueba. Los senadores demócratas se han propuesto cobrarse aquí la primera victoria frente a Donald Trump, pero por lo visto van a tener que esperar. Rex Tillerson (Estado), James Mattis (Defensa), Jeff Sessions (Fiscal general), Ben Carson (Vivienda), Andy Puzder (Empleo)… sin apenas un desliz, y ninguno importante, todos están demostrando una gran profesionalidad y que están a la altura de su cometido. Además de las sesiones públicas, han mantenido más de 300 reuniones con sus equipos y con casi todos los senadores. Están informados sobre los temas que les competen, y no tienen ningún cadáver en el armario; no son un Clinton.
En materia de Defensa y Exteriores, lo que se observa es un realismo tranquilizador, después de los idealismos neoconservadores con Bush y con Obama. Tillerson tiene sus propios criterios, que no son ni los de Trump ni los de un posterboy de Rusia. Dice que se deben mantener las sanciones contra ese país, y que Europa tiene motivos para estar preocupada por la agresiva política de Moscú. Tampoco cree que sea necesario un rearme nuclear de los aliados de Estados Unidos, ni que sea necesario, o conveniente, registrar a los musulmanes en casa. De James Mattis me parece revelador que dijera: «La historia no es una camisa de fuerza; pero no he encontrado mejor guía para el futuro camino que estudiar las historias». No son las palabras de alguien que quiera sustituir la realidad por ideología. Y ha recuperado el viejo tema de la Ciudad sobre la Colina para decir que la fuerza no es el único poder que debe ejercer su país. El otro es la ejemplaridad para inspirar a otros.
Ya en casa, lo que caracteriza a parte de miembros del Gabinete de Trump es el entusiasmo por la reforma, por introducir cambios significativos, por lo general radicales y razonables a un tiempo. Betsy DeVos (Educación) ha defendido el cheque escolar y las escuelas chárter, y su lógica es fácil de entender: imponemos una regulación para conseguir unos objetivos, pero damos a la escuela libertad para lograrlos sin que asuma toda la regulación. Cuando el senador comunista Bernie Sanders le preguntó si defendía la educación gratuita, DeVos le respondió: «Nada en la vida es del todo gratis». Rick Perry, el hombre que se olvidó de qué departamento quería eliminar, ha recuperado la compostura y su programa de eliminar nada menos que el de Energía, que él mismo va a dirigir.
Mientras los medios nos explican lo bien que les hace sentir Obama, con su encantadora sonrisa y sus melosas palabras, y lo incómodos que se sienten con Trump, la política de verdad sigue su curso, y por el momento muestra que el 45º presidente de Estados Unidos sabe lo que hace. La hipótesis Duterte, la de que Donald Trump sea un loco peligroso como el que está al frente del Gobierno de Filipinas, parece descartable.