Google, el gigante de internet ha perdido en un mes un porcentaje considerable de la buena imagen que ha estado acumulando durante años. Tanto los políticos como buena parte de la opinión pública norteamericana, de ambos lados del espectro político, han visto cómo Google acumulaba una enorme capacidad de influir sobre todos nosotros gracias a su posición dominante en el mercado de las búsquedas y del vídeo online. Al igual que Facebook, Apple, Microsoft y Amazon, la empresa fundada por Page y Grin tiene mucha información sobre casi todo el mundo, pero hasta ahora se había librado de un escrutinio más a fondo porque en general se la veía como una fuerza razonablemente benigna, que intentaba hacer las cosas bien aunque no siempre acertara. Pero eso ha cambiado.
En la derecha norteamericana, el punto de inflexión ha sido el ya famoso memorándum en el que James Damore expresaba unas ideas que, aunque naturalmente discutibles, sólo resultan un escándalo en ambientes enrarecidos por el pensamiento único de izquierdas, como los grandes medios de comunicación o las universidades. Que Google lo despidiera no sólo dio la razón al ingeniero sobre la «cámara de resonancia ideológica» en que se ha convertido la empresa, sino que la ha colocado en el mismo terreno de juego que las instituciones más odiadas por la derecha del país. Que pocos días después emprendiera acciones contra el Daily Stormer, una web de extrema derecha bastante vomitiva, sin que nunca hayan hecho nada parecido contra ninguna de extrema izquierda, que también las hay que lo merecerían, sólo ha hecho cimentar esa idea. Opiniones como la necesidad de impulsar procesos antimonopolio contra los cinco gigantes de internet del país han pasado de una cierta marginalidad a ser consideradas razonables dentro de los republicanos.
Por el otro lado, lo lógico sería que la izquierda contemplara con cierta benevolencia a Google, que al fin y al cabo es uno de los suyos y lleva apoyando al Partido Demócrata con dinero y tecnología desde al menos la primera victoria de Barack Obama. Pero ideológicamente siempre ha mantenido ciertos recelos ante las grandes empresas. Algo que no puede sino aumentar tras el despido de un crítico con la compañía de un think tank financiado por Google después de que el académico alabara la decisión de la Unión Europea de sancionar al gigante por prácticas monopólicas. Un movimiento extremadamente torpe, porque tanto Barry Lynn como quienes trabajaban con él han montado inmediatamente otra organización (llamada Ciudadanos contra el Monopolio, nada menos), le han hecho publicidad a él y a sus críticas de la compañía, le han facilitado así nuevos donantes y encima se han puesto en la lupa de la sospecha de la izquierda. Es comprensible que no quieras pagar a tus críticos, pero siendo Google deberían conocer un poco más el efecto Streisand.
¿Significa esto que Google vaya a enfrentarse a problemas inminentes? No lo parece. La mayoría de la derecha estadounidense sigue creyendo en el libre mercado lo suficiente como para que parezca improbable que actúen contra el gigante, aunque no es de descartar que el populista Trump lo vea con buenos ojos. Y las buenas relaciones que la empresa –y especialmente Eric Schmidt, su presidente ejecutivo– sigue manteniendo con el Partido Demócrata parecen blindar ese flanco. Pero lo que antes del verano era casi impensable ahora empieza a ser un runrún. Y uno que no se pararía con Google, sino que previsiblemente se extendería a los demás grandes de la tecnología. Quizá no necesariamente a través de procesos antimonopolio, sino de una mayor regulación que les ate más las manos. Los que fueran vistos como pioneros de garaje, epítome del sueño americano, empiezan a parecerse a señores gordos con chaqué, sombrero y puro a ojos de la izquierda. Quienes representaban lo mejor que puede producir el ideal de libertad del país ahora parecen ser quienes más lo atacan, a ojos de la derecha. No es una posición muy cómoda.