¿Recuerda usted, bienamado lector, haber oído eso de refugiados antes de la crisis siria? Evidentemente no.
Por supuesto, refugiados los ha habido siempre. El ser humano es un mal bicho, y desde que bajó de los árboles no ha parado de incordiar a sus semejantes por todo tipo de motivos: religiosos, raciales, nacionales, políticos y cualquier otro que le haya podido servir para implantar su dominio sobre los demás.
Sólo el siglo XX produjo casos para abarrotar una enciclopedia: los armenios huidos del genocidio turco, los rusos blancos escapados de la revolución bolchevique, los pobres desdichados víctimas del intercambio greco-turco de 1923, los republicanos españoles que cruzaron los Pirineos en 1939, los alemanes expulsados de Europa oriental en 1945, los palestinos desplazados tras la guerra de 1948, etc.
La categoría parece clara: a grandes rasgos, personas que se refugian en otro país para huir de la guerra, la discriminación o la persecución política. La ONU los definió en 1951 con estas palabras:
Cualquier persona que, debido al miedo fundado de ser perseguido por razones de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social u opinión política, se encuentra fuera de su país de origen y no puede o, debido a dicho miedo, no quiere someterse a la protección de dicho país.
Sesenta años más tarde, en 2011, se amplió la definición a
quienes estén fuera de su país de nacionalidad o residencia habitual y no puedan regresar debido a amenazas serias e indiscriminadas a su vida, su integridad física o su libertad debido a violencia generalizada o acontecimientos que alteren seriamente el orden público.
Bien claro queda que ninguno de los supuestos refugiados que están entrando en estos días a riadas en Europa y otros países es un refugiado, sino un inmigrante. Un inmigrante ilegal, para ser exactos. Y ahí está el meollo de la cuestión: en que la palabra ilegal queda muy fea. Tan fea que, a pesar de la aplastante ingeniería ideológica desatada sobre Europa en el último medio siglo, hasta podría justificar el rechazo que en muchos ciudadanos siguen despertando esas riadas humanas que sólo pueden acabar provocando el caos. De ahí la recientísima activación del término refugiados. Porque ¿quién va ser tan malvado como para negarse a dar refugio al que lo necesita? No hay excusa para negarse a acoger al necesitado de refugio. El torpedo a la línea de flotación de la moral cristiana y la bondad de los europeos ha demostrado su letal eficacia. Pero eso no impide que se trate de un inmenso engaño. Porque, repitámoslo de nuevo: los del barco Aquarius y similares, que no huyen de guerra ni persecución alguna, no son refugiados. Y el hecho de que los gobernantes sigan definiéndolos y tratándolos como tales no es más que su enésima vulneración del ordenamiento jurídico que juraron cumplir y hacer cumplir cuando accedieron a sus cargos ministeriales. Pero no hay que sorprenderse.
Todavía cabe otra vuelta de tuerca. ¿No se ha fijado, atento lector, en el curioso hecho de que casi todos los medios de comunicación han eliminado de repente la palabra inmigrante de su vocabulario? Porque desde siempre se han empleado los términos emigrante e inmigrante dependiendo del punto de vista, el de salida o el de llegada, desde el que se le considerase. Pero ahora es distinto. Ahora, súbitamente, todos se han convertido en migrantes. ¿Y sabe usted por qué? Porque las personas e instancias que deciden sobre todo esto –situadas por encima de los gobiernos y los representantes populares– han ordenado a sus terminales mediáticas en todo el mundo que comiencen a difundir la idea de que ahora ya no se sale de ningún sitio ni se llega a ningún otro. Recordemos los «No hay más patria que la humanidad», «Ningún ser humano es ilegal», «Todos somos ciudadanos del mundo», «Los seres humanos tenemos piernas, no raíces» y demás mantras de inigualable estupidez. Ya lo decía el divinizado John Lennon, aquel gran impostor: «Imagine there’s no countries«. Pero, alucinaciones al margen, resulta que sí hay países, que sí hay diferentes sociedades humanas, que sí hay ordenamientos jurídicos, y que entre el individuo y la común pertenencia a la humanidad hay muchos escalones intermedios que son los que, precisamente, nos hacen humanos: distintas tradiciones, distintas lenguas, distintas historias, distintas creencias, distintas culturas, gracias a las cuales el mundo es maravilloso y sin las cuales sería un inhumano hormiguero de clones.
Estas maniobras palabreras, y mil tergiversaciones y ocultaciones más, se dirigen todas a un mismo fin: doblegar la resistencia del mundo occidental a su propia desaparición. Porque el mundo occidental –es decir, Europa y sus prolongaciones en otros continentes– es la única parte del mundo a la que llegan esos millones de falsos refugiados. La única parte del mundo donde se promueve sin cesar la autodenigración de Occidente. La única parte del mundo culpable de todos los males de la humanidad, pasados, presentes y futuros. La única parte del mundo donde se celebra que sus pobladores autóctonos no tardarán en desaparecer por aborto, infertilidad y sustitución. La única parte del mundo que ha de esconder, renunciar y renegar de sus tradiciones culturales, creencias religiosas, leyes e incluso costumbres gastronómicas para satisfacer a los recién llegados a los que no les gustan. La única parte del mundo donde se promueve el multiculturalismo, esa fallida receta ideológica que ha demostrado ser la causa de crecientes conflictos, injusticias, aberraciones y violencias.
Probablemente la gran sustitución de poblaciones provocada por la decrepitud de Occidente y la farsa inmigratoria acabará convirtiéndolo en una comunidad humana totalmente distinta de lo que ha sido durante los últimos milenios. Pero que nadie crea que semejante cataclismo social será pacífico. Llevamos ya algunos años viendo los primeros chispazos.
«Imagine all the people living life in peace», cantaba Lennon…