Es frecuente escuchar que bajo el capitalismo impera la ley de la selva, que las desregulaciones y el libre mercado conducen al caos, a los abusos y a la explotación del débil. Que por todo ello es imprescindible que haya leyes, normas y más normas que pongan orden y armonía en la actividad humana. Quienes así hablan normalmente lo hacen de manera irreflexiva, tan solo repiten tópicos y frases hechas que quedan bien, que van a favor de la corriente. Quienes defienden la necesidad de normas que regulen las relaciones humanas no entienden que las personas somos capaces de llegar a acuerdos voluntarios; que cada transacción, cada intercambio humano obedece a condiciones libremente pactadas por los afectados, por las partes.
En realidad, en un entorno de libre cambio no hay ausencia de leyes, sino que existen miles de leyes, tantas como intercambios, y la ley es reemplazada por miles, por millones de contratos. Porque cada contrato privado es una ley en sí misma para quienes lo suscriben; pero, a diferencia de las leyes estatales, es una ley libremente pactada, no impuesta por un tercero ajeno al contrato. Y es que nadie se ve obligado por un contrato al que no ha dado su consentimiento, por un contrato que no ha firmado. Las leyes, por el contrario, imponen restricciones y obligaciones no consentidas por aquel a quien son exigibles.
Se confunde la ausencia de leyes con la ausencia de normas. En entornos de libre cambio hay normas, claro que sí, las normas que las partes se dan a sí mismas en forma de contrato, donde pactan las obligaciones y los derechos respectivos. A veces esos contratos son complejísimos, con multitud de cláusulas que regulan hasta el más mínimo detalle. Pero lo que no hay es una ley impuesta por el gobierno, por alguien ajeno a las partes. Frente a las leyes-contrato voluntariamente pactadas tenemos las leyes impuestas al margen o incluso en contra de la voluntad de las partes. No en vano, por ejemplo en España, se promulgan por las distintas administraciones públicas más de 900,000 páginas al año de regulaciones y hay en vigor 100,000 leyes. Leyes que impiden a los agricultores plantar maíz cuando les dé la gana, a los colegios fijar su calendario escolar y currículo académico, a los comerciantes abrir sus establecimientos cuando les dé la gana, a los trabajadores trabajar por debajo de cierto salario o trabajar más de un determinado número de horas, a los propietarios alquilar sus casas a veraneantes, a los dueños de carros poder ganarse la vida transportando pasajeros en sus vehículos, abrir farmacias o que los supermercados vendan medicamentos. Podríamos poner miles, millones de ejemplos de restricciones a nuestra libertad impuestas por leyes que ninguno de nosotros ha suscrito.
Por otro lado, es paradójico que quienes sostienen que un entorno de libertad favorece a los poderosos crean que, para evitar los abusos, hay que darle a un tercero, al gobierno, un poder mucho más omnímodo y poderoso que el que jamás podría detentar nadie en un entorno de libertad. O sea, que para evitar que alguien acumule mucho poder damos a otro, al Estado, un poder muchísimo más inmenso. No parece muy sensato pensar que otorgar al Estado la capacidad para imponer su voluntad sea preferible a que las personas se rijan por acuerdos libremente establecidos y consentidos.
Así que recuerde, en un entorno de pocas leyes (básicamente las que garantizan el derecho a la vida, la propiedad y las libertades civiles) no impera la ley de la selva, sino la ley que las partes deciden acordar en forma de contrato, las transacciones y los intercambios voluntarios. Nada más alejado de la ley de la selva o de la ley del más fuerte (la del Estado) que un entorno de libre mercado.
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