La cara realista del Estado

Muchos asumen que el Estado antepone el bien común por sobre los intereses particulares y que por lo tanto el Estado es benévolo y que por contraste el sector privado es egoísta y malévolo. Las ideologías colectivistas no son más que la apoteosis de esta noción, que llevada al extremo lleva a proponer el control total por parte del Estado de la propiedad, los medios de producción, las ciencias e incluso el pensamiento y la religión.

Esta idea del Estado presupone funcionarios estatales moralmente superiores al resto de la población; presupone personas honestas y desinteresadas de aquello que no sea “el bien común”; presupone también funcionarios intelectualmente superiores al resto, capaces de guiar a la nación hacia destinos gloriosos; presupone cierto consenso sobre lo que significa “el bien común” y cómo alcanzarlo.

En la realidad no sucede así. El aparato estatal está compuesto por personas comunes y corrientes, con similares ambiciones y aspiraciones que el resto de la población. Un profesor de colegio fiscal no es más noble, ni más inteligente por trabajar para el Estado, que un profesor que trabaja en un colegio particular. Un diputado o un ministro piensa tanto en su bolsillo como lo hace un empresario privado. Un empresario privado puede estar tan interesado en labores de beneficencia y desarrollo económico como un político de carrera.

El aparato estatal no está exento de luchas de poder y el Estado en la práctica es un gran generador de intereses particulares, de monopolios, de acciones que consideran todo menos “el bien común”. El hecho de que los funcionarios estatales manejen dinero que no les pertenece y que no les cuesta, hace que muchas decisiones sean tomadas de manera irresponsable y genera también corrupción y pillaje. De hecho no es infrecuente que mediocres, burros y pícaros sean políticos exitosos.

Ante este escenario, la solución de quienes tienen esta noción idílica del Estado es cambiar de funcionarios y darle más poder al Estado. Creen que el Estado es bueno pero que los funcionarios son malos y que por tanto la solución para reconducir el Estado es sacar a los malos y meter a los buenos. Pero quienes entran siguen siendo tan humanos como los anteriores, con sus propias aspiraciones personales. Y así se genera un círculo vicioso donde ante el fracaso del Estado, la solución es darle más poder al Estado, produciendo gobiernos cada vez más autoritarios.

Esta visión idílica del Estado es dañina porque nos impide hacer un diagnóstico acertado sobre los problemas del Estado y por tanto no nos permite plantear soluciones adecuadas para esos problemas. Esa visión es peligrosa porque puede conducirnos a otorgar demasiado poder al Estado, derivando en totalitarismo.

Una visión realista del Estado, no debe tener premisas irreales. No debe basarse en utopías donde todos son buenos, sabios, generosos y honestos, sino en el mundo real, donde cada ser humano posee vicios y virtudes. El Estado se debe construir pensando en que será manejado por seres imperfectos, llenos de apetitos personales. Ignorar esta realidad es condenar al Estado y a la sociedad al fracaso.

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