El eterno retorno de la utopía socialista

La Editorial Deusto acaba de publicar el último panfleto del economista francés Thomas Piketty, Capital e Ideología, cuya única diferencia con esa modalidad de subgénero literario es su obscena extensión y su mala prosa. Todo el abrumador aparato estadístico pikettiano está orientado a sostener dos ideas fuerza: (1) la desigualdad es siempre y en todas partes el resultado de una decisión política e ideológica y (2) para acabar con ella es preciso erradicar la propiedad privada. De este modo invierte el famoso díptico marxista transformando a la superestructura en el agente esencial de la desigualdad. Desde esta premisa, cualquier lector de la obra está legitimado para interpretarla como un intento de justificación del brutal programa redistributivo que se propone en la última parte del texto.

De entrada, cabe preguntarse por qué Piketty considera que la igualdad es el único valor para determinar el bienestar de las personas. No dedica ni una sola línea de su voluminoso opúsculo a fundamentar esta tesis. En la sección consagrada a diseccionar el fracaso de los regímenes comunistas, su pasión igualitaria lo conduce a guardar un clamoroso silencio sobre el enorme costo en términos de opresión, miseria y muertes soportados por las personas que tuvieron la desgracia de vivir en los Estados en los que se aplicó el experimento colectivista. Para él, la consecuencia fundamental del colapso de la URSS es el “haber conducido finalmente a reforzar la propiedad privada” y convertir a Rusia en “líder mundial de los nuevos oligarcas”. De China no le preocupa el aplastamiento de la libertad ni su carácter totalitario, sino “la acentuación de la desigualdad”, para definir al régimen pekinés con la siguiente descripción: “una forma específica de organización política que tiene sus virtudes y también sus límites”.

Para aclarar su posición, Piketty da un paso más al escribir que “es preciso prestar una especial atención a las críticas realizadas por los comunistas”, sobre todo, a la idea de que “la igualdad de derechos políticos es una ilusión desde que los medios de información son capturados por el poder del dinero”. Resulta sorprendente que se conceda la mínima legitimación moral para descalificar las ilusorias libertades de las democracias a regímenes totalitarios en donde reina la tiranía. Pero esta visión no es baladí. Es consistente con la nula consideración concedida por Piketty a la libertad individual, lo que no sorprenderá a nadie si tiene la paciencia de leer las 1,233 páginas del mamotreto.

Desde un punto de vista técnico, Capital e ideología muestra una pavorosa ignorancia de la teoría económica elemental. Su autor confunde de manera constante los conceptos de capital y patrimonio. Rechaza la incidencia de la tecnología sobre la desigualdad de ingresos entre los individuos. Soslaya el hecho de que las grandes innovaciones derivadas de aquella sean una variable relevante para aumentar la productividad y la prosperidad de los trabajadores. Hace una abstracción total del impacto de la política monetaria, del grado de regulación existente en los mercados, de la globalización sobre el crecimiento y sobre el nivel de vida de los individuos etcétera. En otras palabras, desconoce u omite los factores económicos y tecnológicos que en el cualquier manual de economía y en la evidencia disponible muestran tener una influencia directa, indirecta y, en cualquier caso, innegable sobre la distribución de la renta. Para Piketty, eso no cuenta, porque el origen de todos los males es la propiedad privada, un producto ideológico-político a suprimir.

Para Piketty, el primer paso para eliminar la desigualdad es elevar la fiscalidad sobre la riqueza (financiera e inmobiliaria) y sobre la renta. El tipo impositivo debería situarse en el 90%; sobre la renta hasta el 60% para las personas con ingresos 10 veces superiores al salario medio. Estas medidas expropiatorias no sólo constituyen un torpedo bajo la línea de flotación de la economía de mercado, basada en la propiedad privada de los medios de producción, sino que suponen un desconocimiento total de sus efectos económicos, esto es, de su demoledor impacto sobre los incentivos de las familias y las empresas a trabajar, ahorrar e invertir. Con esa tributación no quedará nada ni nadie a quien sangrar. Sencillamente Piketty ignora o quiere ignorar las consecuencias de sus planteamientos. Pero ahí no termina la historia.

En su pretensión de demoler las bases del capitalismo, Piketty atribuye a la gradual extensión de la propiedad privada y el paralelo incremento del poder de los accionistas en las sociedades el ser la fundamental causa de la desigualdad. Para corregir esa perniciosa situación propone dar a los empleados (a los sindicatos) la mitad de los puestos en los consejos de administración de las grandes compañías (no dice a cuáles califica de ese modo) y limitar los derechos de voto de los accionistas que posean más de un 10% del capital. Esta iniciativa constituye el fin de la empresa privada tal como se conoce y, de facto, su colectivización. Éste es el resultado inevitable de su noción de “propiedad social y temporal”, con la que pretende sustituir al derecho de propiedad clásico y cuya definición y alcance lo decidirán en nombre de la sociedad sus representantes políticos.

La utopía colectivista y liberticida pikettiana se proyecta hacia la creación de un “nuevo espacio político europe”‘. Éste debería adoptar su fiscalidad confiscatoria o, al menos, habrían de hacerlo cuatro países: Alemania, Francia, Italia y España. Salvo en el caso del ardiente izquierdismo infantil de la gauche española, capaz de apuntarse a cualquier causa autodefinida como progresista e igualitaria, no parece que esa alza brutal de los impuestos resulte demasiado atractiva para alemanes, franceses e italianos. Por añadidura, su implantación, salvo que se introduzcan férreos controles de capitales, supondría una salida de éstos hacia estados extraeuropeos o hacia los europeos con una tributación más favorable. El planteamiento pikettiano conduce a una economía colectivizada y cerrada al exterior.

El único valor de Capital e ideología es suministrar a la izquierda un discurso que se traduce en un retorno a su versión dura, definida por un potente veneno marxista. Es el eterno retorno de la utopía socialista.

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