¿Cómo y cuándo terminará el experimento cubano de Fidel Alejandro Magno?

El viernes 7 de diciembre de 2018, Luis Almagro, Secretario General de la OEA, puso el acento donde debía. Dijo que la Cuba de los Castro es el origen de todos los desordenes políticos de América Latina y así había sido desde 1959. Adviertan que yo dije la Cuba de los Castro y no la Cuba comunista. El comunismo es una expresión de la desdicha política, pero puede ser de puertas adentro. Fidel y Raúl, en cambio, le agregaron un violento espasmo imperial que no ha cesado.

¿Por qué sucedió este fenómeno? Cuando Fidel Hipólito Castro tuvo la edad legal para cambiarse el nombre se convirtió en Fidel Alejandro Castro. Su modelo era el enérgico macedonio que construyó muy rápidamente uno de los mayores imperios de la historia. La primera juventud de Fidel Alejandro Castro fue la de Cayo Confite en 1947, una expedición organizada por la Legión del Caribe y, fundamentalmente, por los cubanos. Ya estaba en marcha, ya se había movilizado, el Alejandro Magno cubano, aunque nadie lo advirtiera.

Aunque abortado por el Departamento de Estado, fue un esfuerzo descomunal que incluía 2.700 hombres, donde predominaban los dominicanos y los cubanos (casi el doble de Bahía de Cochinos) y 27 aviones y avionetas. Por cierto, cuando tuvo el mando de Cuba, Fidel hizo matar a dos de los jefes de esa expedición, sus enemigos jurados Eufemio Fernández y Rolando Masferrer. A Eufemio lo fusiló en 1961, y a Masferrer le dinamitó el auto en Miami en 1975. También lo han acusado de participar en el atentado a un tercer jefe de Cayo Confite, a Manolo Castro, con quien no tenía parentesco. Manolo Castro fue asesinado en febrero de 1948.

Semanas después, en abril de 1948, le tocó el turno al Bogotazo. Ahí Fidel Castro vio alguna acción y le tomó el pulso a la muerte. Todo eso reforzó su vocación, como me expresó alguna vez un comandante nicaragüense, de “nido de ametralladora en movimiento”.

En 1952 Fulgencio Batista dio un golpe militar contra el gobierno legítimo de Carlos Prío y se desató para siempre Fidel Alejandro Magno. La violencia era la atmósfera que le convenía. En 1958, en la Sierra Maestra, se lo dijo en una carta a su amante, secretaria y amiga íntima Celia Sánchez: tras la derrota de Batista pensaba dedicarse a combatir a Estados Unidos, Fidel Alejandro deliraba con sus planes de conquista planetaria. Se lo repitió al historiador venezolano Guillermo Morón en 1979.

Cuando se convirtió en el amo de Cuba, utilizó la isla para lanzar a sus guerrillas y a sus agentes  a docenas de países, hasta convertirse en el más audaz condottiero revolucionario de la segunda mitad del siglo XX. Pero más grave aún es que le impuso a su gobierno y a la sociedad cubana su propia naturaleza aventurera, de la cual es difícil sacudirse, aunque la infinita mayoría de los cubanos piense que fue y es una locura persistir en esas locas tareas.

El intervencionismo de Fidel Castro llegó a su apogeo durante su invasión a Angola, en África: la más larga operación militar que recuerda la historia de América: de 1975 a 1991. Fueron los soviéticos los que, contra la voluntad del cubano, lo forzaron a dejar su presa africana. Quedó muy molesto por ese abandono de Gorbachov. Por eso, tras tres décadas de intensa colaboración con Moscú, cuando desaparecieron la Unión Soviética y el comunismo europeo, Fidel Alejandro siguió batallando solo. Continuó, como un obseso, “haciendo la revolución” a tiros.

Fidel Alejandro no creía en el descanso o en el abandono. La “luta continua”, como decían los mozambiqueños. Pero no estuvo solo mucho tiempo. Buscó a Lula da Silva y, con los escombros del comunismo destrozado, más la potencia del Partido de los Trabajadores, armó el Foro de Sao Paulo. Lo hizo para protegerse y para continuar luchando. Los españoles tienen una expresión entre humorística y barroca para describir esa conducta: Fidel era “inasequible al desaliento”. No le importaba que el marxismo-leninismo hubiera sido desacreditado. Le seguía sirviendo de pretexto para continuar su incesante contienda. Tampoco le interesaba el destino económico de los cubanos, ya sin el amparo de los subsidios soviéticos. Unos cuantos millares de cubanos se quedaron ciegos como consecuencia de la neuritis óptica producida por la desaparición de la magra ración de proteína que los protegía.

Era el “periodo especial”, del cual ni siquiera hemos salido tras casi treinta años de penurias inútiles. Fidel, estaba dispuesto a “sostenella, pero no enmendalla”, como reza la divisa de los peores empecinados españoles, esa pobre gente que confunde la terquedad con el carácter. Así las cosas, en 1994 apareció Hugo Chávez en el panorama isleño y Fidel lo conquistó para sus planes delirantes. A Fidel Alejandro le pareció una variante del idiota útil. No lo quería demasiado, al extremo que desvió las relaciones del venezolano hacia su entonces Canciller, Felipe Pérez Roque y hacia su segundo al mando, Carlos Lage –luego ambos fueron defenestrados– porque a los ojos racistas y encumbrados de Fidel Alejandro, Chávez le parecía (y lo dijo en privado) un “negrito parejero”. Se colocaba “parejo” a él y eso era intolerable.

Tampoco era difícil seducir a Chávez. En ese momento el teniente coronel Hugo Chávez estaba bajo la influencia de Norberto Ceresole, un fascista argentino que provenía del peronismo de izquierda. Ese asesor fue bien pagado y se retiró a rumiar su molestia. Luego optó por morirse alejado del mundanal ruido.

A principios de 1999 los agentes y operadores políticos de la seguridad cubana lograron hacer presidente de Venezuela a Hugo Chávez. Cuando asumieron su causa apenas tenía el 2% de apoyo popular. Como la suerte lo acompañaba en su periodo presidencial, hasta que apareció el cáncer cono un ladrón silencioso, el precio del petróleo subió escandalosamente y Fidel Castro pudo financiar su nuevo juguete imperial: el Socialismo del Siglo XXI (Cuba, Venezuela, Nicaragua, Bolivia y el Ecuador de Rafael Correa), más un espacio económico llamado ALBA, la Alianza Bolivariana de los Pueblos de América, que era la alternativa comunista al  Área de Libre Comercio de América (ALCA).

La ALBA funcionaba como un mecanismo para dispensar favores y petróleo. Venezuela era la gran anfitriona “pagana”, mientras el ALCA ofrecía, fundamentalmente, acceso al mercado estadounidense, así que muchos islotes caribeños optaron por subordinar su política exterior a los caprichos y estrategias de Fidel Castro y Chávez. Los miembros de la ALBA son los mismos del Socialismo del Siglo XXI, menos Ecuador, que no necesitaba el petróleo venezolano, más Surinam, a los que se agregan los islotes caribeños: Antigua y Barbuda, Dominica, Granada, San Cristóbal y Nieves, San Vicente y las Granadinas, y Haití como observador. Quien pechaba con las responsabilidades económicas del grupo era Venezuela, pero el Estado que trazaba la estrategia era Cuba.

Los venezolanos pagaban la factura, que enriquecía a algunos gobernantes, como era el caso de Daniel Ortega por medio de ALBANISA, un conglomerado de sociedades, que le servían para recibir cuantiosos subsidios chavistas de los cuales utilizaba cierto porcentaje para sostener a su clientela política nicaragüense.

La única condición que se les imponía a los miembros de ALBA era que suscribieran los dictados de La Habana-Caracas en materia diplomática, como, por ejemplo, la elección del chileno José Miguel Insulza al frente de la OEA, un hombre que se prestó irresponsablemente al juego antidemocrático de Chávez y Castro, pese a los improperios que más de una vez le propinó Chávez. Ese mundo, como sabemos, ha llegado a su fin, al menos por ahora. La elección de Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile y Jair Bolsonaro en Brasil lo demuestran, aunque la presidencia de Andrés Manuel López Obrador en México es de signo diferente.

Eso lo sabe La Habana, pero el mensaje y el ejemplo que emana de Cuba es muy negativo. Raúl Castro les dice, con su ejemplo, y seguramente con sus palabras en el terreno privado, que resistan hasta que el péndulo se mueva en la otra dirección, algo que sucederá aproximadamente en una década si se repiten los patrones históricos habituales.

En todo caso, ¿cómo terminará la aventura castrista? Para abordar ese asunto me acogeré al ejemplo y los razonamientos del gran periodista inglés Bernard Levin. En 1977, cuando la URSS estaba en auge y Leonid Brezhnev mandaba en Moscú, mientras Jimmy Carter comenzaba su tembloroso gobierno en Estados Unidos, el diario The Times de Londres le pidió a su mejor columnista, a Levin, que especulara sobre el fin del comunismo en la URSS. Levin explicó que un día llegaría a la jefatura de la Unión Soviética una cara nueva que comenzaría a cambiar el destino del país. ¿Por qué? Porque los soviéticos no eran diferentes a los checos que en 1968 se habían levantado contra los atropellos y excesos de los comunistas. Tenían las mismas ansias de libertad y la misma íntima decencia. Ese nuevo dirigente comunista fracasaría en sus reformas y sería sustituido por una oposición que no tomaría venganzas, que no ahorcaría a los responsables de la dictadura en los postes de la luz, y el comunismo desaparecería sin cataclismos históricos. Hasta ese punto, Levin acertó el quién y el cómo, pero lo más asombroso es que también acertó en el cuándo.

En su famoso artículo, escrito, repito, en 1977, se atrevió a predecir que ello ocurriría en el verano de 1989, año, por cierto, en el que Jaruzelski tuvo que ceder el gobierno polaco a Solidaridad. Año en el que en el mes de noviembre los alemanes derribaron el Muro de Berlín y el comunismo comenzó a derrumbarse como un castillo de naipes.

El comunismo cubano terminará de la misma manera. ¿Cómo lo sabemos? Porque quienes gobiernan tienen moral de derrota y, salvo a los psicópatas, a nadie le gusta pertenecer al bando de los canallas. Los castristas perciben que por el camino elegido por los Castro no hay posibilidades de redención. Saben que serán más pobres y los cubanos más infelices cada día que pase.

Es verdad que hay unos cuantos centenares al frente de la banda que se benefician del “modelo” cubano del capitalismo militar de Estado, pero no son suficientes para detener el curso de la historia. No creo que falte mucho tiempo antes de que el sistema y el gobierno comiencen a desmoronarse. Tal vez tendrán que desaparecer Raúl Castro y la generación del Moncada. Ya todos andan cerca de los noventa años. De manera que, al menos para la oposición, “la lucha continua”.

 

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